Pedro Ibarra
Según decían y pensaban varios inquietos de mente del pasado, el ser propietario de una montaña, un valle, un bosque o un río, es la mayor de todas las barbaridades que el hombre pueda hacer. Todo pedazo o espacio natural pertenece a todos por el legítimo derecho de ser todos nosotros, todos los seres vivos de estos suelos, parte de la madre naturaleza.
Decir esto hoy, resulta poco menos que cómico. La inmensa mayoría de personas con poder económico son propietarios de grandes y medianos espacios de este planeta. Municipios, terratenientes, estados, nobles y clérigos poseen terrenos, unos ordeñándolos como terrenos agrícolas y otros en barbecho esperando posibles recalificaciones ventajosas. El suelo patrio ha tomado un inmenso valor monetario, un enloquecido movimiento incapaz de saciar las ansias monetarias de ese colectivo deshumano llamado constructores urbanos.
Los precios de coste de los metros de terrenos urbanizables, unidos al coste de las viviendas, trepa por alturas inalcanzables, incluso para los Sherpas del Tibet. Como jauría de enloquecidos pioneros del Fars West buscando oro, se lanzan futuros encadenados de hipotecas bancarias que deberán de cumplir penosas penas en el penal de Santoña, y fenicias inmobiliarias, unidas a los solidarios Municipios y al papá Estado y sus fieles servidores, los nobles Notarios.
Todos unidos estrechamente, a los imprescindibles constructores, afilan constantemente las herramientas de corte para poder seccionar las dulces carnes de los necesitados de viviendas. Las jaurías de asaltantes ocupas “legales” no tiene parangón histórico ninguno, a no ser que lo podamos equiparar con el asalto a una ciudad destrozada por un terremoto por los ladrones salteadores de casas destrozadas por el seísmo.
Agrupados en una Santa Hermandad, cuya protección del cielo nunca falla, constructores, municipios, IVA estatal y Notarios, junto con los golfos, pillos, traficantes de necesidades, comisionistas y demás expresidiarios legales formarán la Jauría Nacional Ibérica Redentora de hogares para los más humildes. Muchos de nosotros sabemos de las excelencias culinarias de los famosos rellenos de nuestras abuelas. Rebosantes de delicias introducidas en los cuerpos de aquellos maravillosos embutidos, por manos de santas, saciaban nuestros apetitos juveniles. Eran una verdadera delicia. Pero actualmente, hay otro relleno que está enloqueciendo a las masas, y son los “ladrillos rellenos de cemento”. Prodigio babilónico, del que a pesar de su antigüedad hace estragos multimillonarios en ciudades y pueblos de la piel de toro.
Hay papeles anunciando ventas de pisos usados sobre paredes, sobre postes, umbrales y todo lo posible que su espacio permita el exponerlos. Papeles en los cristales de los coches aparcados. Anuncios infinitos, sedientos y desesperados. Lluvias de millones, seguros clientes de eternos créditos galeónicos. Cadena perpetua voluntaria y ladrona de tiempo y de vida, libertad prisionera en una gran ratonera bancaria, junto a rebeldías enjauladas. Encadenamiento de toda una vida y propiedad legada a los hijos o a los nietos, unida al eterno crédito bancario aún no pagado.
Hay una vorágine de especuladores, de incisivos dientes, que están prestos para ser clavados en los inocentes cuellos de los castrados deudores de eternas deudas, de las cuales no se podrá ver su fin.
Todo ello, ha despertado entre las personas lo más indeseable que todos tratamos durante nuestras vidas ocultar: el viejo mercader, sediento de orillas fenicias e insaciables de negocios multiplicadores de capitales por minutos a costa de “los eternos laterales” de siempre, superando a aquellos viejos prestamistas judíos de pasadas y milenarias historias.
Las leyes estatales y municipales, que protegen los suelos habitables, están por los suelos y no hay manera de detener esa avalancha que, con velocidades de nuvolaris, rebasan el límite permitido. Se infiltran los protectores de hogares en todos los lugares. Partidos políticos, sindicatos, municipios, alcantarillas y azoteas están minadas y dominadas por ese enjambre de rabiosas avispas inmobiliarias y constructoras en busca de idílicos espacios para poder construir los ya famosos “Pisos Penales”. Mientras tanto, los césares de los gobiernos, con el pulgar hacia abajo, contemplan impávidos como se destrozan a mordiscos las carnes entre el pueblo al sublime grito de: …¡¡Comprad malditos, comprad pisitos!! ¡¡Viva la ley de la oferta y la demanda y los que asquerosamente se hacen multimillonarios con ella sangrando a sus semejantes.