Xavier Diez
En un caluroso domingo de agosto, en Nueva York, un colega periodista, que pasa temporadas en la ciudad y que ha leído alguno de mis libros, me propone acompañarme a una librería anarquista emblemática de Manhattan, Bluestokings, en Allen Street. La idea me seduce. A pesar de los tópicos, en Estados Unidos existe una importante tradición libertaria, y la ciudad siempre ha resultado ser una cocina de ideas dispuestas a revolucionar el mundo. Más de un siglo atrás, Pere Esteve y un conjunto de exiliados catalanes publicaban La llumenera de Nova York, un interesante periódico de reflexión y acción libertaria distribuida por todo el mundo. Murray Boochkin se impregnó de las ideas libertarias a partir de la ebullición de las ideas de emigrados de todo el mundo. Publicaciones y periódicos en yiddish, ruso, español, italiano circulaban ampliamente por la ciudad que nunca duerme. En fin, la oferta de pasar parte de la tarde de un domingo en un punto de la ciudad que, aparte de vender libros, suele funcionar como un espacio de sociabilidad, laboratorio de creación, encuentro, cruce de caminos, parecía prometedora.
Mi colega Andreu pasa parte del verano en esta ciudad, y por lo menos una vez al año suele dejarse caer por esta pequeña tienda (para estándares norteamericanos, cien metros cuadrados es minúsculo) para adquirir unos cuantos textos que, o bien no han sido traducidos todavía, o no lo serán nunca. Pero al entrar y empezar a pasearnos por los pasillos, detectamos que hay algunos cambios. Los libros sobre anarquismo, con algunos textos clásicos o novedades editoriales o clásicos de Chomsky, Emma Goldman o Murray Boochkin, junto con algunos textos de marxismo alternativo o historia de los movimientos sociales, ocupan menos espacio del esperado, quizá entre una tercera y una cuarta parte del total. La mayoría, bien destacados en las mesas y colocados estratégicamente para llamar la atención del potencial cliente, ya no van sobre alternativas al capitalismo, textos filosóficos sobre la emancipación, sindicalismo o movimientos revolucionarios. La mayor parte de los libros van sobre identidad: identidad ligadas al género, la condición sexual, sexualidades alternativas y, en menor medida, relacionados con la etnia, la multiculturalidad o la discriminación de cualquier colectivo agraviado (mujeres, no blancos, no heterosexuales, no convencionales, no alguna otra cosa, queers). Algunos títulos, también disponibles, no dejan margen a la duda (traduzco): ¿Podemos ser todas feministas?; La revolución de las prostitutas: la lucha por las trabajadoras del sexo; Tengo miedo de los hombres; El derecho a ser gordas; El manifiesto xenofeminista; Feminismo islámico; Brujas, comadronas y enfermeras; Hermana marginada; Una historia racial de la identidad trans; El arte queer del fracaso; Gentrificación de las mentes, y así podríamos seguir.
En cierta manera, no dejan de ser signos de nuestros tiempos, en una tendencia creciente que afecta a los movimientos de izquierda alternativa. Me paseo entre estos libros, ojeo alguno, y al final adquiero unos cuantos que iré leyendo durante los próximos meses. Encaja bastante con lo que leo en algunos periódicos y miro en las televisiones locales. Las principales polémicas que se viven en Estados Unidos, aparte de las sempiternas (y vergonzosas) tensiones raciales, tienen que ver con la manera en la que los lavabos no deberían tener una identidad sexual para quienes se consideren no binarios no se incomoden (y, de hecho, bastantes de los lavabos de los establecimientos de Nueva York no están identificados entre sexos). La hija de unos conocidos, que ha pasado algunos meses como estudiante de intercambio en una universidad de la zona, se sorprendió al ver que, en el acto de presentación de los alumnos europeos, el decano de la facultad les facilitó unos distintivos que debían colocarse en la solapa con los textos “His”, “Her” o “They” para que los demás pudieran tratarles como “hombres, mujeres o no binarios”, cosa que causó entre perplejidad e hilaridad entre los jóvenes del intercambio. Pero, más allá de la anécdota, lo cierto es que, durante las semanas precedentes, se produjeron agrias polémicas entre el presidente Trump y parte de sus políticos afines y unas congresistas demócratas musulmanas con velo a quienes se negó la entrada en Israel con insultos y amenazas cruzadas, o se produjeron reyertas dialécticas a raíz de los asesinatos de latinos en Texas a manos de supremacistas blancos. Existe un clima político irrespirable, pero no ligado a las insoportables diferencias sociales que se perciben cotidianamente, sino en lo que podría denominarse como “guerras culturales”.
Lo cierto es que detecté tensiones bastante fuertes y telúricas en una sociedad profundamente dividida, que, además, ha experimentado un crecimiento exponencial de desigualdades. No se expresa en términos de clase, o de conflicto social, sino en base a elementos que podrían aparecer menores o secundarios, pero que sí son expresión de este malestar. Para poner un ejemplo, se habla y discute sobre el escándalo de la ausencia de una sanidad pública, o del terrible endeudamiento que supone los gastos de la universidad, o de la gentrificación salvaje que está devastando el tejido urbano, o los escándalos relacionados con un preocupante repunte o visibilización del acoso sexual. También resulta muy relevante la “racialización” de las diferencias sociales, con colectivos tradicionalmente marginados (como los afroamericanos o los nativos americanos) o la especialización de los latinos en los peldaños más bajos de la escala laboral. Pero uno de los libros que sí adquirí en Bluestokings fue White Transh, The 400 Year Untold History of Class in America, de Nancy Isenberg (que en una traducción poco profesional vendría a denominarse Blancos Pobres: 400 años de la historia no explicada de las clases sociales en Estados Unidos). Este volumen, bastante valioso y que valdría la pena editar por aquí, vendría a explicar que los mitos sobre la identidad americana han implicado un silenciamiento del profundo conflicto social en la superpotencia, y que implicaría un malestar profundo en el que los perdedores del capitalismo son incapaces, intelectualmente, de identificar sus males en base a un antagonismo de clases. Frente a ello, mediante cierta impotencia ideológica de administrar una situación de injusticia estructural, se atendería a la expresión visible del problema y se olvidaría la raíz.
Es así como la identidad se ha convertido en uno de los ejes del conflicto político en Estados Unidos, y es así, también, como esta interpretación de la realidad se ha irradiado a buena parte de occidente. Dado que Norteamérica se caracteriza por una coexistencia (no convivencia) entre grupos étnicos, culturales, de género… y que la sombra del maccarthismo ha generado cierta impotencia intelectual a la hora de enfrentarse al antagonismo de clase (el capitalismo neoliberal se ha insertado como un chip en las mentalidades individuales), tenemos un problema muy grave. Y Bluestokings se ha convertido en una especie de indicador bastante ilustrativo.
En fin, para evitar susceptibilidades, quisiera subrayar que la discriminación racial, de género o de identidad sexual me parecen una barbaridad que es necesario combatir. Sin embargo, tengo la impresión que, como ya señalaba el historiador anarquista Max Nettlau hace más de un siglo, este “onanismo de la identidad” no hace otra cosa que promover una “dispersión de tendencias” en los movimientos sociales y el pensamiento crítico que esteriliza los movimientos populares y refuerza la impotencia intelectual de rebelarse ante la injusticia. Al final, y como me hacía notar esta estudiante que pasó medio curso académico en una universidad del estado, los propios estudiantes tenían sus propios clubs en función de su condición religiosa, sexual o ideológica (club de los estudiantes cristianos, judíos, musulmanes, feministas…), algo que ya percibió el historiador londinense Tony Judt cuando era profesor en Columbia y que implicaba la imposibilidad de tener una mínima conversación política entre toda la complejidad social. Ello potenciaba una sociedad profundamente dividida, compuesta por colectivos que se miraban el ombligo, e incapaces de tejer un relato común sobre dónde estaban, y peor aún, dónde querían llegar.
Queda muy lejos, en este sentido, la necesaria lectura filosófica de un Noam Chomsky (de quien, por cierto, también pude adquirir un nuevo texto para mi colección) que trataba de imaginar alternativas globales a un país, y una sociedad, que ha irradiado una fórmula especialmente tóxica de capitalismo, el neoliberalismo, que no solamente ha impregnado la estructura social y económica del país más poderoso del mundo, sino también el cuerpo y las mentes de sus habitantes.
Al fin y al cabo, es muy difícil combatir al uno por ciento que maneja el cotarro, si el resto está constituido por minúsculos unos por ciento obsesionados por aspectos que si bien a ellos les parecerá esencial, a nivel colectivo son secundarios o poco relevantes.