Manuel García Centeno
Era primavera y la seda de la luz hilaba los cristales. Era primavera y el sol era un zagal con pantalones cortos con una moneda de cobre.
Era primavera. Y dijo mi madre: ¿Por qué no llevas al niño contigo?
Y eso me animó. Mi madre me impulsaba. Sabía mis cosas. Sabía mis querencias. Sabía cómo gozaba mirando las amapolas en los trigales.
Y quizás fueron estas palabras alentadoras de mi madre, las que me hicieron concebir más esperanza.
Pero mi hermano a veces le daba por negarme. Y aducía que era un vago y que no estudiaba. Y que no sabía na más que mirar. Quedarme embelesado mirando y jugando.
Mi hermano decía, y con razón evidentemente, que el tiempo me otorgaba distinta oportunidad a la que él había tenido un tiempo antes, y que debía estudiar para labrarme un porvenir. Y a veces tenía por costumbre negarme cosas.
Por agotar el último recurso salí a la calle tras él. Por agotar el último momento. Por si cambiaba de parecer. Y accedía al fin a decirme: anda sube. Y se me hiciera un potrillo desbocado el corazón.
Pero no. Pero no. Y al llegar al camión vio a mi primo Manolito y le dijo: anda ven. Y aquello fue, aquello fue como si todo se me negara.
Le echó mi hermano a mi primo Manolito el brazo por el hombro. Y a mí me dejó desalmado en la cuneta. Deslumbrado y vacío.
En aquel instante mi corazón dejó de latir. Se me hizo un nudo en la garganta. Y en los ojos una profundidad. Una profundidad candente.
Se iba mi hermano. Y se llevaba a mi primo. Era primavera y la seda de la luz hilaba los cristales. Era primavera y el sol era un zagal con pantalones cortos con una moneda de cobre.
Era primavera. Y dijo mi madre: ¿Por qué no llevas al niño contigo?
Y eso me animó. Mi madre me impulsaba. Sabía mis cosas. Sabía mis querencias. Sabía cómo gozaba mirando las amapolas en los trigales.
Y quizás fueron estas palabras alentadoras de mi madre, las que me hicieron concebir más esperanza.
Pero mi hermano a veces le daba por negarme. Y aducía que era un vago y que no estudiaba. Y que no sabía na más que mirar. Quedarme embelesado mirando y jugando.
Mi hermano decía, y con razón evidentemente, que el tiempo me otorgaba distinta oportunidad a la que él había tenido un tiempo antes, y que debía estudiar para labrarme un porvenir. Y a veces tenía por costumbre negarme cosas.
Por agotar el último recurso salí a la calle tras él. Por agotar el último momento. Por si cambiaba de parecer. Y accedía al fin a decirme: anda sube. Y se me hiciera un potrillo desbocado el corazón.