Pietro Gori
En el hombre hay dos instintos fundamentales: el instinto de conservación y el instinto de procreación.
El primero tiene su asiento en las necesidades fisiológicas que miran a preservar el individuo: alimentación, respiración, movimientos, etc., el segundo en las necesidades sexuales, que tienden a través de los estímulos de lo inconsciente, a la conservación de la especie.
A la acción benéfica del primero se debe si el individuo vive, se desarrolla y progresa en la parábola de su particular existencia; de los resultados orgánicos del segundo, deriva para el género humano la conservación y la expansión de su vida colectiva.
Estos dos instintos encarnan dos necesidades primordiales e imprescindibles, so pena de muerte para el individuo y para la especie: la necesidad de alimentarse y la necesidad de procrear. La no satisfacción del primer instinto significa la muerte para la mónada individual; la renuncia o el impedimento absoluto del segundo significaría la desaparición de la especie como comunidad viviente.
Estas dos sanciones fundamentales de las leyes biológicas son las que ligan de modo indisoluble la existencia del individuo a la de la especie entera, ya que, si por la una el hombre vive, por la otra el hombre renace y se perpetúa. Sobre estas bases naturales se asienta una moral positiva, que, fundada sobre las mismas necesidades del individuo, da al hombre consciente la noción exacta de su posición en las relaciones con el consorcio de sus semejantes, y forma ya en las mentes precursoras en este último estado de barbarie dorada, la concepción de nuevas y más sanas normas de conducta y de vida.
De esta premisa derivan los dos primitivos derechos humanos: el derecho a vivir y el derecho a amar.
Mientras el derecho queda como abstracción jurídica, no tiene ningún significado concreto y real. Todo individuo, por el sólo hecho de haber nacido, tiene el derecho a la vida, derecho a ejercitar primero que cualquier otro; y todo aquel que de uno u otro modo se opone al ejercicio práctico de este derecho natural, viola en sus semejantes las razones y los fundamentos de su propia existencia.
La vida social no puede fundarse sólidamente sino sobre este recíproco reconocimiento: cada individuo tiene derecho a satisfacer sus propias necesidades con la reserva de riquezas que la naturaleza y la laboriosidad colectiva de las generaciones precedentes crearon a beneficio de la familia humana.
Sin equidad, no hay justicia.
No hay declaración de derechos humanos que pueda tener valor para el individuo sino en la expresa sanción social que reconozca en cada hombre la facultad de disponer de todo cuanto existe para su utilidad, en razón de sus necesidades, sin otro límite que la posibilidad colectiva. La solución del problema, de las relaciones entre el individuo y el agregado de individuos que se llama sociedad, debe producirse al mismo tiempo en el campo económico y en el político.
Siendo la base moral y jurídica de la economía individualista, hoy dominante, un principio diametralmente opuesto al que impera en las leyes biológicas de los agregados animales superiores, como la especie humana, la revolución que hoy se presenta fatal en la historia no puede ser otra que una resurrección profunda de estos fundamentos morales de la sociedad moderna, que después de un siglo de desenfrenada competencia del individuo en la lucha vital, ha agotado ya toda la parábola ascendente y descendente de sus fuerzas, para dar vida a nuevas formas de convivencia en las cuales el hombre en lugar de conquistar el bienestar luchando contra sus propios semejantes, procura asegurarse la felicidad con su concurso y en la estable garantía del bienestar reivindicado para todos.
Si se observan las fases del desarrollo de la sociedad humana, desde las épocas primitivas hasta nuestros días, forzoso es convenir en que la evolución procede de las formas más brutales de lucha a las tendencias más elevadas de solidaridad. El instinto de conservación se manifestaba primitivamente por las formas de guerra más bestiales entre el individuo y sus semejantes.
Puede decirse, sin temor a incurrir en exageración, que el primer estímulo al homicidio, que es la génesis y el proto-plasma de la guerra, entre los caníbales antropomorfos, se originaba en el apetito de poder devorar al propio semejante vencido y muerto.
Entonces el hombre era verdaderamente un lobo para el hombre, porque en el semejante, tanto como en cualquier otro animal, no veía más utilidad que la de una substancia alimenticia con la que podía nutrirse.
El otro instinto fundamental de la procreación se manifestaba entonces de modo igualmente bestial.
De igual modo que en la conquista de los alimentos, en la conquista de la hembra dominaba la lucha entre los hombres que aún se hallaban en el dintel del mundo animal y aseguraban todos sus afectos de modo muy violento.
Los estímulos sexuales, como los del estómago, obraban con prepotencia, y el individuo, para satisfacerlos, se hallaba en continuo y abierto contraste con todos los demás individuos. No había entonces cambio de servicios, ni comunidad de trabajos y de intereses, ni mutua dependencia de relaciones económicas y morales que hicieran hablar todavía los sentimientos de benevolencia y de simpatía para con los demás individuos en aquel pobre estado inicial de degradación salvaje. Fue solamente después de las primeras experiencias que el instinto de conservación, en la lucha con los demás, hizo comprender al individuo aislado la necesidad de asociar las propias fuerzas a las de los demás para defenderse él y los suyos de las agresiones externas, o para vencer más fácilmente, con fuerzas asociadas, contra fuerzas asociadas, las primeras luchas por la existencia social.
Así fue como la necesidad de ofensa y de defensa para conservar la vida o conquistar los medios adecuados para mantenerla, nació por primera vez, en el fondo de las primitivas toscas almas, el sentimiento de solidaridad. Desde entonces cada progreso, cada etapa decisiva en el camino de la civilización, se señaló con un desarrollo, cada vez mayor, de este sentimiento que enlaza las fuerzas y los espíritus h-manos en la lucha sobre un terreno siempre más vasto, de la tribu a la ciudad, de la ciudad a la región, de la región a la nación y de ésta, en un mañana irrevocable, a la humanidad entera.
Parecidamente en el mismo seno de cada agregado de individuos: tribu, ciudad, región y nación, el doble instinto de conservación del individuo y de la especie fue determinando tendencias y necesidades que se fueron desarrollando cada vez más, capaces de considerar los propios semejantes como un complemento necesario e integrante de la existencia individual, y no imaginándose el yo concreto, sino como un átomo inseparable de la vida y del alma de la sociedad entera.
Primeramente, por sentimiento de una comprobada utilidad y luego por simpatía razonada, el individuo dejó de comerse a su enemigo vencido cuando se dio cuenta de que podía sacar un beneficio mayor haciéndole trabajar y explotándole este trabajo.
En este segundo estado de la lucha Inter social nació la esclavitud, que era una forma suavizada de la antropofagia. El hombre no se comía ya a su semejante; se servía de él cual pudiera de una bestia útil con su trabajo para mantener en la ociosidad a su vencedor.
La segunda fase de antropofagia económica, también mitigada, la hallamos en la servidumbre de la gleba, en la Edad Media; cuando los vencedores reconocieron que era más útil renunciar a adueñarse directamente de los vencidos pudiendo lo mismo despojarles de sus productos, en virtud de un privilegio de nacimiento o de jerarquía, sin obligación de mantenerles, como es necesario hacer con el ganado.
Con la revolución política que abolió los privilegios feudales, dejando únicamente dueño del mundo al dinero, la clase victoriosa en la lucha, que había acaparado todos los recursos de vida desde el capital hasta las riquezas naturales, halló que bastaba la simple dependencia económica de los trabajadores para hacer de estos instrumentos dóciles y máquinas de producción tan fecundas en riqueza como productoras de miseria para sí mismas. A pesar de nuestras justas y acerbas críticas de la presente organización social, gigantesca ha sido la marcha desde la antropofagia primitiva a las actuales formas de explotación económica y de dominio político. Los vencidos de hoy en la guerra económica no pueden dar la batalla campal a los últimos dominadores, sino en nombre de una moral opuesta a la de las épocas primitivas y de la moral actual más conforme a los instintos de conservación del individuo y de la especie tal como científica y modernamente se entienden. A los últimos vestigios de la antropofagia en el campo económico y político, el proletariado militante no puede lógicamente oponer más que el principio de solidaridad.
Desde la revolución de 1789 el principio individualista, desde el campo económico al moral, triunfa grandemente en todas las manifestaciones de la actividad humana. Y mientras que con el desarrollo de la gran industria, con el acrecentamiento siempre mayor de los medios de comunicación, con el entrelazamiento cada vez más complicado de las relaciones materiales e intelectuales entre individuos, fueron gradualmente aumentando las relaciones de mutua dependencia entre ellos y, consiguientemente, los lazos de afectividad y de interés común, por un lado la economía política y por otro la filosofía metafísica de la libertad chocando con los descubrimientos de las ciencias naturales han llevado al ente individual a la exageración de su personalidad, como si ésta estuviese separada de derecho y de hecho de la de sus semejantes cooperadores en el común ambiente de lucha, y como si el individuo no representase, en último análisis, el átomo viviente en y por la asociación con los demás átomos humanos que forman el organismo social.
La declaración de los derechos del hombre, que en abstracto proclamó el derecho del individuo a la vida, a la ciencia, a la Libertad, se olvidó de situar la garantía de estas reivindicaciones civiles sobre los graníticos fundamentos de una solidaridad de intereses de la cual surgiese, por la misma fuerza de las cosas, la seguridad positiva de que las razones de cada uno hallarían su natural defensa en el apoyo de todos los demás consocios. Pero si la transformación de la propiedad, de feudal a industrial-capitalista, no pasaba del dominio privado al dominio público, como plataforma de un nuevo orden económico a base de igualdad de hecho, continuando siendo patrimonio individual las riquezas naturales o las producidas por ajeno trabajo, no cambió grandemente de sitio la serie de las relaciones entre sociedad e individuo, antes al contrario, con la desenfrenada competencia en el campo industrial y comercial y con la egocracia triunfante, la lucha de hombre a hombre y el antagonismo más áspero entre las clases, en lugar de tener una tregua, se acentuó agudísima, y tal vez no se dio nunca en la historia el ejemplo de riquezas tan colosales al lado de miserias tan espantosas como las que actualmente forman el contraste más visible con la pacificación teórica de los derechos civiles y políticos.
El concepto de la libertad, en la esfera de las actividades sociales más complicadas y refinadas, se ha ido transformando siempre más rápidamente. Así Como en el mundo moral no existe el libre albedrío sino como una ilusión hereditaria de nuestros sentidos, tampoco existe, en sentido absoluto, autonomía absoluta del individuo en la sociedad. El instinto de sociabilidad, desarrollado poco a poco en el hombre a medida que se civiliza, se ha convertido en una necesidad fundamental de la especie en su ulterior desarrollo, y reconoce en el principio de asociación la palanca más poderosa y eficaz que con los esfuerzos de cada uno, y de todos, puede empujar la humanidad por el camino ascendente de sus mejores destinos.
De ahí la concepción moderna y sociológica de la libertad, que si halla en la mutua dependencia de las relaciones entre individuo e individuo una pequeña limitación de la independencia absoluta de cada uno, al mismo tiempo haya en la reforzada y cada vez más compleja solidaridad social su defensa y su garantía, de modo que, en lugar de ser aminorada, se siente aumentada. Si el hombre salvaje en el estado antisocial parece a primera vista más libre, es incomparablemente más esclavo de las fuerzas brutas del ambiente que le rodea que el hombre asociado, que en apoyo del semejante halla la salvaguardia de sus deberes. Pero la asociación, en el sentido de agrupación orgánica de las diversas moléculas sociales, no existe todavía, puesto que en la sociedad actual no hay fusión espontánea de elementos homogéneos, sino una amalgama descompuesta de principios y de intereses contradictorios.
Al principio de la egocracia, en el campo económico y político (ya que la explotación y el dominio de clase no más que su consecuencia, por solidaridad instintiva de las dos fuerzas dominadoras: el dinero y el poder), está substituyéndole, en la elaboración lenta y subterránea de la nueva forma y de la nueva ánima social, el principio del apoyo mutuo, más conforme al desarrollo de la evolución adelantada que quedó aparentemente interrumpida por aquel paréntesis, obscuro y espléndido a la vez, llamado siglo diecinueve. Espléndido, porque la misma desenfrenada competencia entre individuos y entre las clases que en el terreno económico representó un verdadero retroceso al salvaje individualismo primitivo, creó los milagros de la mecánica, de la industria y de la ingeniería moderna. Obscuro, porque las gigantescas obras de esta lucha a fuerza de miles de millones contra la naturaleza que se resistía costaron millones de vidas humanas, de nobles existencias obscuras, extinguidas después de dolores sin cuento, con los músculos exprimidos de toda fuerza y de toda vitalidad bajo la prensa del salario. De modo que puede decirse que el colosal edificio de la civilización burguesa, el cual ocupará un sitio visible en la historia del progreso material y científico de la humanidad, ha sido construido con este cemento de vidas obreras, y la grandiosa alma colectiva de las clases laboriosas palpita en el organismo infinito de toda la moderna producción, como si la fuerza que animaba a aquellas vidas extinguidas sobre el trabajo y por el trabajo, se hubiese transfundido en las cosas por el trabajo creadas.
De esta nueva condición de laboriosidad y de esfuerzos asociados, debida a nuevos medios de producción en los que dominan como soberanas la gran máquina y la gran fábrica, surge triunfal el nuevo principio jurídico de un derecho social sobre el producto debido al trabajo colectivo.
No son ya los lamentos sentimentales de los santos padres de la Iglesia contra la iniquidad, que pisoteando a los demás divide unos de otros a los hijos de Dios, como decía Juan Crisóstomo. Y tampoco son las declaraciones naturistas de los prerafaelíticos del socialismo simplista reclamando su parte de tierra, de pan y de sal para todos los hombres, a la madre naturaleza. No son las invectivas ascéticas de los viejos comunistas ante el miedo del año mil. Tampoco las declaraciones filosóficas y abstractas de los enciclopedistas sobre los derechos del hombre ante la rojiza alba del año 1789. Es algo más y mejor: es la madurez de ciertos hechos, es la realizada evolución de ciertas formas. Nunca como ahora, por necesidad de la división del trabajo en la grande industria y en el taller mecánico, se halló el obrero tan estrechamente ligado al obrero, los oficios a los oficios, las artes a las artes, debido a la mutua dependencia y al estudio combinado de los esfuerzos del cual surge una resultante bastante mayor que de la simple suma de las fuerzas singulares. La asociación de estos esfuerzos para aumentar la producción ha ido creando poquito a poco, además de los lazos materiales que ya enlazan de modo indisoluble a los trabajadores, aquellos lazos morales que al principio pasaban inadvertidos y que se han ido robusteciendo cuanto más conscientes.
Y desde el momento que las ideas y los sentimientos no son sino imágenes reflejas de los hechos del mundo externo y de las sensaciones recibidas al contacto con éstos, esta consciencia del proletariado -que surge de la diaria experiencia y de la cotidiana comprobación y le dice que es el único productor de toda riqueza y que la suerte de cada obrero resulta estrechamente ligada a las suertes de todos los demás compañeros suyos- funde cada vez más las fuerzas y las almas obreras en un fin bien claro y determinado: libertar el trabajo del parasitismo personal, emancipándolo de esta última forma de esclavitud económica que tiene por nombre salario.
Y desde el instante que la revolución aportada por la mecánica en todas las artes y en todos los oficios socializando con la fatiga los brazos obreros, que antes trabajaban aislados, ha elaborado ya el esqueleto de un mundo nuevo en el cual la socialización de la fatiga sin el disfrute del producto por parte de quien lo fatigó esté complementado con la socialización de los disfrutes del mismo producto, declarado de derecho y de hecho patrimonio común de la sociedad entera, una correspondiente revolución de las conciencias y de las fuerzas proletarias efectuará el lento trabajo de esta transformación de las relaciones económicas y morales entre los hombres, integrando la estructura social típica, que represente el oasis de reposo donde la humanidad pueda, al cabo de miles de años de trabajo y de dolor, tomar aliento en el fatigoso camino, y donde los dos instintos fundamentales del hombre: conservación del individuo y conservación de la especie, hallen al fin modo de conciliarse tras larga contienda; donde el hombre para conquistar su bienestar no tenga que pasar, como los prepotentes de hoy y de ayer, por encima del cuerpo de sus semejantes, ya que esto no sería la libertad, sino la perpetuación de la tiranía bajo otra forma, puesto que a la violencia de los gobiernos se sustituiría la violencia del in-dividuo, con expresiones brutales, una y otra, de la autoridad del hombre sobre el hombre. La libertad de cada uno no es posible si no en la libertad de todos, como la salud de cada célula está y no puede estar sino en la salud del entero organismo. ¿Y no es un organismo la sociedad? Si una sola parte de éste enferma, todo el cuerpo social se resiente y sufre.
Únicamente un salvaje, que recuerda ante los triunfos de la ciencia la animalidad primitiva del hombre, puede negar conscientemente esta verdad.
Se ha dicho y repetido hasta la saciedad por los denigradores de buena o mala fe de las doctrinas anárquicas, que la Anarquía no puede tener una moral.
Y hasta algunos secuaces del nombre, que no de la esencia ético-social que la palabra anarquía contiene, remacharon el estulto prejuicio.
Cierto que la moral de la libertad no tiene nada de común con la moral de la tiranía bajo cualquier manto que ésta se cobije.
Por mucho que se diga lo contrario, la moral oficial del individualismo burgués es un poco todavía la de los Papú de que habla Ferrero. ¿Qué es el mal y qué es el bien?, preguntaba un viajero europeo a uno de estos salvajes. Y el salvaje respondía con convicción: el bien es cuando yo robo la mujer de otro; el mal es cuando otro me roba la mía.
Una misma cosa no es para la moral ortodoxa e hipócrita, que hoy impera, buena o mala, intrínsecamente y objetivamente, por el bien o por el mal que acarrea a uno o más individuos o a toda la sociedad, sino que es considerada virtuosa o malvada según la utilidad o el daño que resiente el individuo o la clase que subjetivamente la juzga.
De modo que para esta moral caótica una misma acción puede ser juzgada por unos de heroísmo y por otros locura, gloria o infamia. La matanza de todo un pueblo, una hecatombe de viejos, de mujeres y de niños inermes, asesinados fríamente en nombre de un principio abstracto y el mentirosamente llamado orden público, pueden procurar galones y honores al que ordenó la matanza. La Historia está llena de nombres de estos bandidos ilustres, siempre dispuestos, como los capitanes de la Edad Media, a pasar de una a otra dominación con tal que se les mantenga en la ociosidad lujosa e improductiva. Únicamente los pisoteados, los oprimidos, los supervivientes de la hecatombe maldicen en el fondo de su corazón a los asesinos, pero cuando un exasperado por la lucha espantosa por la vida en una sociedad imprevisora, que a muy pocos asegura, y no ciertamente a los más laboriosos y dignos, un cómodo puesto en el banquete de la existencia, cuando un derrotado en estas crueles batallas de todos los días, por el pan, se rebela y mata, en el delirio de un odio que no perdona, a un potentado, al cual supone feliz, aunque en su poderío se debata el dolor (este pálido compañero del hombre), entonces el juicio será para este acto increíblemente despiadado. Los amenazados o perjudicados por este acto serán tanto más inexorables cuanto más manchadas de sangre tengan sus manos. Y no solamente contra este mísero se pedirá a gritos la crucifixión, sino que también contra todos los que profesen las ideas que aquél diga profesar, aunque no las conozca o aunque éstos no hayan aprobado su acción. Serán perseguidos, encarcelados, torturados en masa, realizándose contra todo un partido, o mejor dicho, contra una corriente vastísima e irresistible de principios y de ideas, una verdadera y propia venganza general por el acto de uno sólo, resucitando las formas más crueles y malvadas de inquisición contra el pensamiento.
Y ya que por unos se insinúa y afirman otros que la moral anárquica proclama la violencia del hombre contra el hombre, esperen los adversarios de mala fe, o crasamente ignorantes, y los anarquistas inconscientes, que yo demuestre matemáticamente que la moral anárquica es la negación completa de la violencia.
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