Xavier Díez
No creo que exageremos si hablamos de “descomposición” para evaluar el régimen político actual respecto a la forma de estado. El nivel de degradación política y social de los últimos años ha conseguido algo que, a principios de siglo, parecía utópico: un cuestionamiento generalizado de lo que constituye la Segunda Restauración y que Juan Carlos Monedero ha popularizado mediante el concepto de “Régimen del 78”. A pesar de todos los apoyos desde lo más profundo del poder, cuesta hallar a alguien que defienda la Transición como el mejor de los procesos políticos posibles.
El panorama, durante las décadas de 1980 y 1990 resultaba muy diferente. La inmensa mayoría de la opinión pública (y la práctica totalidad de la publicada) creían ciegamente en la versión “modélica” de la Transición, un relato según el cual “líderes carismáticos y generosos habían conseguido la “Reconciliación” de todos los españoles y habían generado una de las democracias más modernas y sofisticadas de Europa”. La realidad, en una época de monopolios informativos y la marginación de la disidencia en base a la hegemonía del PSOE y del comunismo domesticado de PCE y PSUC, era otra muy diferente y bastante más sórdida. La reciente investigación, fruto de una tesis doctoral, de la historiadora francesa Sophie Baby, El mito de la Transición Pacífica (AKAL, Madrid, 2018) registra 714 muertes y más de 3.000 actos de violencia política durante el turbulento período. De éstas, se estima que cerca de 200 fueron muertes causadas por las fuerzas de seguridad del estado y paramilitares ultras. Para comparar, la guerra de independencia de Eslovenia (1991) no llegó al centenar de víctimas mortales.
Los procesos históricos se suelen leer en función de sus resultados. Cuando se constata, en la segunda década de este siglo, un colapso generalizado de las instituciones españolas, cuando se percibe cómo el fascismo que nunca se fue se manifiesta desacomplejado tras su bandera y predica odio desde los altares mediáticos, es que la aventura democrática española ha acabado en un sonoro fracaso. Que las promesas de una España más habitable eran una falacia. Que las propuestas de reconciliación eran cínicas mentiras. Que la Constitución ha sido la continuación del franquismo por medios institucionales.
Entre muchas virtudes, el movimiento libertario se caracterizó, durante las décadas de 1970 y 1980 por realizar una lectura correcta de la situación. Hace unos pocos años, cuando me encargaron un libro sobre la visión de Cuadernos de Ruedo Ibérico sobre los últimos años del franquismo y los primeros de la Transición pude comprobar lo acertado de sus análisis. A pesar de que ésta fuera una revista muy plural con colaboradores heterogéneos, el background anarquista de su editor, José Martínez Guerricabeitia, permitió algo muy difícil: comprender en profundidad, y en directo, la naturaleza profunda de un proceso histórico e ir ofreciendo claves para desmontar el relato sobre la Transición que se estaba construyendo. Ello puso las bases de la crítica sobre el régimen borbónico vigente, y que hoy ya parece hegemónico entre todo aquel que no es financiado por el Ibex35: un régimen corrupto, obsesionado por preservar los privilegios franquistas, con las instituciones carcomidas por una clase dirigente que debe su posición a 1939, y no a 1978 como tratan de explicar, una cultura política reaccionaria, un nacionalismo banal que actúa con un espíritu inquisitorial. En otros términos, una España negra que trata desesperadamente de blanquearse a partir del control de los medios de comunicación. Así, desde esta histórica revista se repasó la política claudicante del Partido Comunista en base al mito de la “Reconciliación” y se ponía en evidencia que las transformaciones sociales de la España contemporánea seguían ocultando un profundo feudalismo en el que los franquistas seguían dominando todos los resortes estratégicos del poder, con suficiente fuerza para hacer abortar cualquier reforma que cuestionara su estatus. Cualquier cambio que no comportase unos juicios de Nuremberg (aun ahora) está destinada al fracaso.
Cierto es que Martínez Guerricabeitia fue uno más entre un amplio elenco de intelectuales anarquistas acertadamente escépticos ante los cambios de collares y camisas de los años setenta. Abel Paz, a quien tuve la oportunidad de tratar a finales de los noventa, con su peculiar personalidad contribuyó a quitarme las orejeras que llevábamos todos aquellos que habíamos pasado por la universidad y que nos impedían ver lo que resultaba obvio. Pero también historiadores como Josep Peirats, Bernat Muniesa o la misma Federica Montseny ofrecían, para todos aquellos dispuestos a leerlos o escucharlos, las claves interpretativas del momento, tanto en lo inmediato, como en el largo plazo, la “longue durée” de la cual nos hablaba Fernand Braudel.
A lo largo de las últimas décadas he formado parte de aquellos que han rebatido la visión edulcorada del pasado reciente, de acuerdo con el canon fijado por Victoria Prego y su extenso publirreportaje “La Transición” (1995). Con escaso o nulo reconocimiento, junto a otros muchos como yo hemos conseguido que la visión crítica sobre aquel proceso histórico sea la mayoritaria. Que el futuro del régimen monárquico esté en entredicho porque hemos desmontado las mentiras sobre las cuales fundamentaban su pasado. Pero sin duda, nuestra generación de historiadores tiene una deuda intelectual con todos aquellos que nos precedieron, y con la potencia intelectual del pensamiento y los pensadores libertarios de las generaciones anteriores. Es necesario reconocerlo y recordarlos públicamente porque también nos pueden servir para conectar aquellas luchas anteriores al franquismo con las actuales en unos lazos en defensa de la dignidad humana.
En unos años en los que, a causa de su inconsistencia, las izquierdas oficiales han quedado desacreditadas a ojos de la ciudadanía, resulta más que necesario recuperar las raíces libertarias de nuestro pasado, de sus teorías y prácticas, su lectura de la realidad y sus proyectos de futuro. De hecho, algunas de sus construcciones pasadas (como el sindicato de arrendatarios, los ateneos populares o los comités de defensa de la República), con las necesarias salvedades y contradicciones, no dejan de resultar reinvenciones fundamentadas en experiencias pasadas de inspiración ácrata. Con esto quiero decir que, a pesar de todas las dificultades, errores o fracasos, la acertada lectura sobre el pasado también debe servir para construir el futuro.
Hace algunos días tuve la oportunidad de leer La insistencia. Anarquismo, cultura, autogestión (Volapük, 2018) del filósofo y antropólogo Xavi López, un volumen que precisamente intentaba analizar estas conexiones entre la vieja cultura política autogestionaria establecida por el movimiento libertario y las prácticas actuales y de futuro en una era social y políticamente más oscura. La tesis defendida por el autor (y que también he esbozado en algunos de mis libros) es que existen unas fuerzas telúricas y profundas, más implícitas que explícitas, que conectan presente y pasado mediante unos vectores que marcan la dirección de los valores anarquistas de una vida digna y libre. En cierta manera, comportamientos de luchas sociales y políticas no dejan de representar cierta insistencia secular por la dignidad humana. Al fin y al cabo, ¿no es eso en lo que consiste el anarquismo?