Pedro Ibarra

No siempre es usado este preciado don que habita debajo de nuestros cabellos, el poderlo hacer es cosa que permite ejercitar ese órgano muchas veces dando razón de existencia y dignidad a la persona. Carecer de ese don empobrece nuestra existencia dejando nuestra vida a merced de cualquier desalmado manipulador que desee convertirnos en un pobre juguete a su entero capricho.

Ese hermoso grito, estridente, que hace temblar los cielos cuando se emplea sobre el pico de una montaña diciendo: ¡Yo soy un hombre libre que quiere saber!, es el triunfo de nuestra voluntad y decencia queriendo ser el dueño supremo de todas las células que forman nuestro cuerpo alzado sobre los detritus sociales. Ellos, que tanto destruyen nuestras lejanas inocencias infantiles, quedan reducidos por ese querer ser mejor de lo que nos obligan, ese maldito alfarero que es nuestro entorno.

A cuántos cientos de “porqués” son silenciadas sus respuestas, siendo finalmente arrojados todos ellos en el profundo pozo de las miserias. Cosas que deberían de ser sabidas por todos , son calladas en el nombre de las buenas formas, o que políticamente no son prudentes el saberlas. Ese dedo cruzado sobre nuestros labios, tapando posibles verdades, es el eterno carcelero que obedece a su amo.

Esos ojos que tenemos en frente girando completamente hacia otro lado, indicando silencio a nuestras opiniones, por estar vecina la víctima, son también usuales razones que provocan muchas veces “porqués” a las almas puras.

Los padres protectores de las buenas costumbres se escandalizan muchas veces, al oír a más de un deslenguado, dar libertad suprema a sus opiniones y pensamientos, alegando, en nombre de la paz social y la armonía ciudadana, no alterar la convivencia humana, quedando el deslenguado sin poder tener respuesta a su demanda y añadiendo otro infinito “porqué” a su compañero “el pozo”. Sin, embargo, a lo largo de la historia de la especie humana y en sus muchos conflictos sanguinarios, no debe de estar lejana la culpa y razón de estas carnicerías, pues fueron provocadas por un cúmulo inaudito de “porqués”.

Amontonados, y sin respuesta, de los más oprimidos de la tierra. Seres que poseían los vientres llenos de “porqués” y no de manjares.

Siguen los años y, con ellos sus silencios, nuestro entrañable compañero “porqué” no puede vivir en libertad, siempre llevando sobre sus labios el milenario dedo que, como barrote de hierro, limita su libre albedrío. Sólo contemplando, con verdadera pasión, la inmensa belleza de un bosque en la puede hallar las respuestas a todos sus “porqués”. Ella, como madre que es, para cada pregunta tiene mil respuestas, cada una de ellas a cuál más sincera.

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