Pedro Ibarra
Puede decirse que no cesan de aparecer graves noticias que hacen tambalear las viejas columnas de la milenaria fe que tanto acompaña a los fieles seguidores del hijo de Belén.
Cuando no son los sacerdotes estadounidenses por su número y pecados, es su “santidad” el papa de Roma que se ve forzado a condenar a prisión perpetua, en los claustros de un convento, a todo un General de la Orden de los Legionarios de Cristo, burlando, con ello, todo castigo civil y terrenal por el delito de violar sexualmente a inocentes niños en edad escolar; confirmando, con ello, el que las leyes están hechas sólo para que se las apliquen a la plebe y no para sus autoridades.
Desde los Estados Unidos de América, y concretamente desde Opokane (Washington), la diócesis de estos lugares debió de pagar 37 millones de dólares a los niños víctimas de pederastia. Esta diócesis de 82 parroquias, con cerca de 100.000 feligreses, debió de reunir 7 millones de dólares para poder ir cubriendo las indemnizaciones a los familiares de esos niños. Dineros salidos por recaudaciones entre todos los feligreses, entre los seguramente se encuentren, también, los familiares de las pobres víctimas, cosa esta la mar de chocante, pues la víctima debe de pagar a los que cometieron el delito. “tomando por detrás y, además, deben de ir pagando por delante “.
Otra perla, que también despierta nuestros sentidos, es la renuncia impuesta, al Arzobispo Estanislaw Wielgus, del cargo de Metropolitano de Varsovia por sus archisabidas colaboraciones de información a la dictadura comunista polaca. Cosa no solamente sabida por todos los retrasados mentales polacos, sino, incluso por “el Sabio Vaticano”, que en un principio lo aceptó y apoyó para dicho cargo, y después, avisado por el espíritu santo, se pudo corregir el tremendo desaguisado cometido.
Los viejos memoriosos reviven viejas noticias de otros tiempos en que la Santa Madre Iglesia, con sus jefes supremos al frente, convivió, aplaudió y bendijo a grandes déspotas de la historia y que tanto daño hicieron a los pobres pueblos de Europa y del resto del mundo. Todo ello para “mantenerse y continuar” bajo el silencioso manto de la pérdida de los más bellos dones que pueden adornar a los seres humanos, como la dignidad, la nobleza y la decencia.
Una cosa es bien cierta, y es que todos los sacerdotes que hacen el mal a sus semejantes no pueden alegar que no saben cuáles son los Diez Mandamientos, los hechos por ellos, con los millones de rezos, postraciones, flexiones y plegarias hechos. Ellos saben lo inmensamente limpio que está el cielo de prodigios religiosos, siendo por ello tan capaces de cometer cualquier villanía en la tierra sin que por ello tengan que recibir el castigo del que está en lo alto, porque ellos están convencidos, más que nadie, de que arriba no hay nadie en absoluto.
Además, es justo el poder decir que es mucho más responsable un ilustrado que un pobre ignorante. Porque sencillamente el ignorante podrá siempre alegar su ignorancia delante de un delito, pero un ilustrado no. Ilustrados pues están todos los sacerdotes en la materia de Religión, y deben de saber cuál debe de ser la manera de comportarse delante de una ocasión en que deba de someter a prueba sus conocimientos de las leyes divinas, recibidas delante de las zarzas ardientes del monte de Sinaí. A no ser que el inquieto gusanillo de la duda merodee los viejos deberes inculcados tantísimos años en la santa y ejemplar vida religiosa; con creídas ausencias de castigos ejemplares del Sumo Hacedor, por su inexistencia.
Podemos considerar las continuas necesidades de la carne atacando constatemente nuestro cuerpos, son sin duda leyes naturales que condicionan el mantenimiento de la especie humana y por lo tanto razonable será el tener que seguir sus necesidades. Pero el escandalo viene cuando basándose en una absurda ley religiosa de abstinencia de la carne, llamada Celibato, haga por ello que la naturaleza ataque la virilidad del sacerdote (en respuesta vengativa) aflautando su voz y amanerando sus ademanes, desviando su natural camino por infantiles veredas con infames ataques a los más débiles de la tierra. No será raro que incluso en el cuestionado infierno se niegue su jefe máximo a dar entrada a esas mariposas, vestidas de negro, por el inmenso horror y asco que le produce la posible estancia en las calderas para poder expiar todas sus horribles culpas. O quizás diga, el tremendo y rojo cornudo, que vale mucho más el precio del carburante para quemar que los condenados a esos calores.
La obstinación Vaticana por mantener el Celibato entre sus sacerdotes tiene, desde hace ya muchos siglos, un horrible precio a pagar, que sin lugar a dudas escandaliza al mismísimo creador de esta religión al ver como escandalizan a unos niños inocentes en su más tierna edad. Hechos miserables y rastreros de imposible perdón por “el ser Supremo” ni por los Tribunales Supremos terrenales.