Xavier Diez
Uno de los testimonios más contundentes que sobre la prensa española se ha publicado alguna
vez, lo escribió George Orwell a raíz de su traumática experiencia en la guerra civil. Textualmente,
explica: “Ya de joven me había fijado en que ningún periódico cuenta nunca con fidelidad cómo suceden
las cosas, pero en España vi por primera vez noticias de prensa que no tenían ninguna relación
con los hechos, ni siquiera la relación que se presupone en una mentira corriente. (…) En realidad
vi que la historia se estaba escribiendo no desde el punto de vista de lo que había ocurrido, sino desde
el punto de vista de lo que tenía que haber ocurridosegún las distintas ‘líneas de partido’. (…) Estas
cosas me parecen aterradoras, porque me hacen creer que incluso la idea de verdad objetiva está
desapareciendo del mundo”.
La España de 2018 no parece haber cambiado mucho respecto a la descrita por el escritor británico
ocho décadas atrás. Más allá de conceptos arriesgados como postverdad, la opinión publicada
española -con escasas y honrosas excepciones- ha degenerado en una prensa de trinchera, en la que
los datos objetivos son manipulados en nombre de la bandera, la especulación substituye al análisis,
y la opinión deviene arenga. Es así como apenas ningún medio trata la cuestión de Cataluña como
lo que es: un conflicto político resultado de un proceso histórico en medio de una crisis sistémica del
Régimen del 78. Precisamente como la cuestión catalana fue uno de los factores que condicionaron
el final del franquismo y el inicio de la Transición, ahora Cataluña amenaza con romper el delicado
equilibrio del pacto desigual entre el franquismo adherido a las instituciones y una oposición de
izquierdas cautiva y desarmada. Es por ello que la expansión del independentismo, y, por tanto, la
posibilidad real de independencia, representan un cuestionamiento total del orden vigente. Ante esa
posibilidad, más allá de las cuestiones emocionales, por primera vez, toda una generación ve cuestionada
una concepción del estado teóricamente democrático y fundamentado en la convivencia de
la diversidad que la realidad de estos últimos meses ha estallado en la cara de millones de españoles
y que no se corresponde a la idea que la mayoría pensaba. España ha sido un país plurinacional,
pero la mayoría de sus ciudadanos no lo han entendido como tal, o no se han querido enterar de ello.
La mayor parte de sus ciudadanos se ha pensado que España era una nación más o menos homogénea
con algunos matices de diversidad lingüística percibida con cierta indiferencia o molestia, que
chocaba con su vocación de uniformidad respecto a su particular “comunidad imaginada”, de acuerdo
con la concepción de Benedict Anderson. La mayoría del país no ha realizado ningún esfuerzo
para comprender que, como sucede a cualquier estado nacionalmente heterogéneo, requiere de
esfuerzos de empatías mutuas, de marcos mentales abiertos, de cierta flexibilidad en la psicología
colectiva. Más bien al contrario, la mayoría de los ciudadanos (y la clase política, en este aspecto, se
ha limitado a ejercer de portavoz de cierta cultura política uniformista) optó durante décadas a seguir
la máxima orteguiana de la “conllevancia”, en lugar de intentar una convivencia fundamentada en
el respeto mutuo y en el reconocimiento nacional de aquellas comunidades que no tenían el español
como lengua propia.
Es por ello que hemos llegado hasta aquí. Nos hallamos ante una situación de ruptura nacional,
seguido por un distanciamiento emocional que me atrevería a calificar de irreversible, especialmente
desde el mes de octubre y constatable ante la desconexión personal de cerca de la mitad de
la población catalana (y de cerca del 70% de los nacidos en Cataluña y de la mayoría absoluta de
los menores de cuarenta años). Ante este hecho, los medios españoles han actuado “a la orwelliana”:
una manipulación por tierra, mar y aire, en la que se presenta a los catalanes como poseídos
por una especie de demonio, en los que se les presenta como violentos, supremacistas, rebosantes
de odio contra todo lo español o se deforman hechos hasta hacerlos irreconocibles. Se dan por
buenos unos atestados policiales que podrían considerarse como género de ficción y que formarían
parte de las cloacas de la “Operación Cataluña”, una estrategia de guerra sucia para intentar acabar
con el independentismo a base de operaciones de inteligencia, como revelan diversos informes de
comisiones parlamentarias, investigaciones periodísticas (por cierto, vetadas en los medios españoles
a pesar de proceder de medios madrileños) y reconocidas por los medios internacionales. Esta
estrategia de deformación tiene aquellas características clases de una acción de propaganda y el
objetivo particular de despersonalizar, no solamente a aquellos independentistas “desafectos
al régimen”, sino incluso a los “indiferentes”, o a quienes, no siendo partidarios de la República,
sí se escandalizan ante el hecho objetivo de los presos políticos y la represión desbocada (más de
1.400 heridos, 2.000 encausados y 400 agresiones de la ultraderecha). En cierta manera, los atestados
policiales y buena parte de la prensa recuerdan a las falsas noticias que Goebbels preparaba sobre
las presuntas (y por supuesto, inventadas) agresiones de checoslovacos a los alemanes étnicos de los
Sudetes en 1938 o en la Polonia de 1939. En cierta manera, los españoles que se informan por los medios
convencionales están siendo víctimas de un “apagón informativo” de lo que realmente sucede
en Cataluña, no solamente porque el odio hacia lo catalán sea una estrategia recurrente en la historia
de España, sino porque precisamente lo que llaman el “desafío independentista”, es realmente
un “desafío” ante un régimen del 78 que, efectivamente, desde la crisis de 2008 se ha revelado como
un fraude de tal magnitud como los másters de la Universidad Rey Juan Carlos.
Este apagón informativo sobre Cataluña no puede ni debe ser ninguna disculpa ante unas responsabilidades
individuales y colectivas. En la Europa actual, simplemente basta con contrastar
la información y acudir a medios internacionales que ofrezcan una visión menos partidista y más
distante. Éstos, mayoritariamente, no expresan precisamente entusiasmo ante la posibilidad de la
independencia catalana, pero se muestran escandalizados ante la deriva autoritaria de la monarquía
española, y alucinan ante la pésima gestión del conflicto. Lo normal, ante una crisis de estas
características, consiste en buscar una solución política negociada, como sucede en cualquier manual
de primero de teoría política internacional. Una solución que, en general, no es satisfactoria
ni permanente, pero permite avanzar algunas décadas y otorga oportunidades en la búsqueda de
nuevas fórmulas de acomodamiento.
De hecho, una de las graves irresponsabilidades cometidas por los medios españoles es, no solamente este trabajo de ocultamiento de hechos relevantes, o el de ejercer de altavoz del “a por ellos”. Quienes nos dedicamos a colaborar con la prensa y a compartir nuestros análisis con varios miles de lectores, deberíamos ser conscientes que tenemos
una responsabilidad mayor que el ciudadano de a pie. Los medios tienen la obligación moral de dotar de aquellos instrumentos de análisis que permitan que el público pueda conformarse su propia opinión con el máximo de rigor posible. Y en este sentido, la mayoría de medios españoles han hecho todo lo contrario. Quizá deberían empezar
por distanciarse emocionalmente de la cuestión y explicar, como explicaba quien esto escribe en la
asignatura de Historia, que las secesiones son el tipo de conflictos más frecuentes en las relaciones
internacionales, o que, de los 50 estados europeos reconocidos, 26, más de la mitad, se han independizado
desde 1900. Y que no sucede nada, que no es ninguna catástrofe, sino la consecuencia, en la
mayoría de los casos, de una pésima gestión interna de estados plurinacionales.
La historia, como la ciencia política, también suele ayudar bastante a los periodistas para ejercer
su propia responsabilidad. Y no hace falta recurrir a los viejos mitos fundacionales o a las concepciones
teleológicas de la historia oficial española (que ve en el estado una unidad de destino en lo universal).
Crisis de unidad han existido siempre, y más todavía en las últimas décadas, cuando los grandes
estados unificados (con la poco disimulada intención de participar en la carrera colonial del siglo
XIX), van perdiendo su razón de ser. Los estados y las naciones, si pretenden sobrevivir algún tiempo
más, deben comprender que las identidades son elásticas y dinámicas, que es necesaria cierta flexibilidad
para encarar el futuro y evitar el suicidio de anclarse en un pasado imaginario. Para poner un
ejemplo que todos podamos entender: para mantener la unidad del Canadá, frente a la voluntad de
buena parte de la sociedad quebequesa, con dos referéndums que los independentistas perdieron por
los pelos, las autoridades federales reconfiguraron el estado para que los quebequeses se sintieran
más cómodos. Una cosa que sorprenderá a los viajeros que aterricen en Vancouver es que todos los
edificios públicos, museos, aeropuertos, etc. están en inglés y francés, puesto que ambas lenguas son
oficiales en los estados no francófonos. En cambio, en el Quebec (no sin algunos conflictos) la única
lengua oficial es el francés (a pesar que Montreal sea una ciudad donde la mayoría es angloparlante,
entre los cuales está Naomi Klein, quien se ha manifestado partidaria de la autodeterminación de
Cataluña). Vancouver está a más de 3.000 km.
Me cuesta imaginar que los sevillanos estén dispuestos a aceptar carteles en catalán en la Giralda o en su estación del AVE. De hecho, en el triste anecdotario de la incomprensión está el de personas que se han quejado del etiquetado de catalán de algunos productos de supermercado… que en realidad estaban en portugués. Existe toda una
ristra de desprecios acumulados hacia la presencia pública del catalán, desde Operación Triunfo hasta
la obsesión por el secesionismo lingüístico que diferencia, en algunas webs oficiales, entre “valenciano”
y “catalán” (poniendo exactamente las mismas explicaciones), que sería tan absurdo como
diferenciar entre “castellano” y “argentino” (por cierto, con diferencias mucho más significativas
que entre los hablantes de Tarragona y Castellón).
Con todo esto quiero concluir pensando que, si bien lo más razonable sería un pacto sincero para hallar una solución de compromiso respecto del conflicto (que es lo que todos los mediadores internacionales están exigiendo), me declaro pesimista. La hostilidad y desprecio hacia lo catalán es evidente y público. No hay nada más que ver
las secciones de comentarios de los lectores en los periódicos, y los silencios cómplices de quienes
deberían liderar política e intelectualmente una solución pactada. La acritud y cerrazón ha permitido
ir erosionando la democracia por la puerta de atrás. Tengo la impresión que para preservar la unidad,
la mayoría de españoles están sacrificando la democracia. Y me temo que por miopía política, por
analfabetismo emocional, se están quedando sin ambas.
Además, ya es demasiado tarde. No es la primera vez que sucede. Conviene recordar que en el último mundial de fútbol, más de la mitad de las selecciones correspondían a estados que se independizaron de España, generalmente, de manera
traumática. Como catalán, pienso que la independencia en forma de República es más que probable
que suceda. Como español, estoy preocupado, porque la incapacidad del estado y sus ciudadanos
para administrar una cuestión compleja, pero no excepcional, puede acarrear una depresión colectiva,
que como recordaba Arturo Pérez Reverte, sea otro 98, en el que se eche las culpas a quien sea,
pero en la cual la responsabilidad colectiva, por acción u omisión, es obvia. Mientras tanto, persiste el voluntario apagón
informativo. Orwell debe continuar escandalizándose en su tumba.