Xavier Díez
En estos momentos extraños en los que se encarcela a titiriteros y raperos, se censuran obras de arte, se envía a personas inocentes a prisión por delitos imaginarios, se obliga a abjurar de sus convicciones a políticos o servidores públicos, se denuncian a maestros, payasos, mecánicos, locutores de radio, sindicalistas y activistas sociales por delitos de odio contra un colectivo que suele ir armado por la calle, nos hallamos rodeados por una situación de histeria colectiva.
Ante este momento tan raro, uno de los principales errores que comete el mundo del periodismo y la comunicación consiste en centrar en exceso la atención en las víctimas, en aquellas personas que son interrogadas en tribunales inquisitoriales, a quienes son enviados a declarar y aparecen sus rostros en los medios, y en cambio, nos olvidamos de quienes son los verdaderos responsables de la situación. Es cierto que los protagonistas de estas noticias son personas que han demostrado tener una conducta pública y privada ejemplar; que se encuentran ante una situación kafkiana, y en cambio, no se suele centrar nuestra atención en los inquisidores, en aquellos individuos que dirigen interrogatorios agresivos y perpetran interlocutorias chapuceras o sentencias que atentan contra los más elementales principios de la ciencia jurídica.
En alguna ocasión he citado El Proceso, de Franz Kafka, para establecer una comparación respecto a lo que va sucediendo en estos últimos meses. En este relato que el escritor checo nunca tuvo la intención de publicar, se narra la historia de Joseph K, un hombre que es arrestado una mañana y llevado ante varios tribunales por una razón que desconoce, y que debe responder a preguntas que no sabe, para defenderse de cargos que no le explican y asumir una culpa que no tiene. En cierta medida, esta es la historia que podemos contemplar desde la perspectiva de las víctimas de esta causa general que, más que contra el independentismo, lo es contra la disidencia de un régimen, que a medida que pasa el tiempo, muestra un rostro cada vez más agonizante.
Sin embargo, quizá sea más oportuno centrarnos en el drama teatral El Crisol, del escritor norteamericano Arthur Miller, que aquí se tradujo como Las brujas de Salem. En una asfixiante atmósfera de fanatismo e histeria colectiva, ante hechos absurdos ocultos bajo un alud de mentiras e insinuaciones crecientes, se acaban celebrando unos procesos inquisitoriales que tienen como único objetivo probar la culpabilidad de unas niñas acusadas de brujería con la intención de preservar un orden social precario que se agrieta a medida que pasa el tiempo. A pesar de la inocencia obvia de las acusadas, el autor centra su mirada en unos jueces fanáticos que pretenden exorcizar todos los males reales e imaginarios que sufre la comunidad, con la connivencia de un pueblo asustado, dispuesto a creer que sus problemas y amenazas se personalizan en las figuras imaginarias de una brujería inexistente. Al final, entre los pecados por acción y omisión de los personajes, y la colaboración del pueblo, la comunidad acaba en una inexorable descomposición que atrae la desgracia, la muerte y la decadencia.
Miller escribió esta obra en plena caza de brujas desatada durante la Guerra Fría, por oscuros personajes como el senador Joseph McCarthy, un fanático anticomunista que veía espías por todas partes, y que arrasó moralmente a Estados Unidos. La histeria contra las izquierdas se tradujo en la intoxicación esterilizante de la sociedad norteamericana, y degradó profundamente su imagen ante el mundo y sus propios ciudadanos. McCarthy, un oscuro ignorante y alcohólico desequilibrado que moriría poco después por cirrosis hepática, acabó acusando a todo el mundo, hasta que todo el mundo se cansó de él, hasta que entró de lleno en las páginas destacadas de la historia universal de la infamia.
Conviene recordar este episodio. Vivimos una caza de brujas en la que los responsables no son los acusados, sino los acusadores; no lo son las víctimas, sino quienes dirigen las porras y los procesos kafkianos. Es necesario centrar nuestra atención y nuestra rabia contra quienes dirigen la violencia física, moral y jurídica contra aquellas personas que justificadamente cuestionan un orden injusto. No debemos caer en la trampa que denunciaba Malcom X: “si no estáis prevenidos ante los medios de comunicación, acabaréis amando a los opresores y odiando a los oprimidos”. Aunque en las circunstancias actuales, prefiero otra frase suya más apropiada para estos días: “las personas tristes no hacen nada, únicamente llorar sobre su condición. Solamente cuando la gente está enfadada provocan el cambio”. Respecto a los inquisidores, personalmente estoy muy cabreado. Ya sé que estoy abusando mucho de citas más o menos cultas, aunque me gusta especialmente lo que nos exigía el filósofo y resistente francés Stéphane Hessel, aquel joven que no se conformó ante la ocupación nazi y la vergonzosa colaboración de la Francia de Vichy: “indignaos!”, grito de guerra que se inició el 11-M de 2011, y que deberíamos retomar.