Pedro García Martínez

Para las pocas personas a las que les aflija el dolor ajeno fue, sin duda, un inmenso consuelo para el alma herida el poder oír al señor Presidente de la estrellada bandera asumir todas las culpas y pedir perdón por los funestos desaciertos cometidos en la alegre ciudad de Nueva Orleans. Los horrores allí vividos, principalmente por las personas con pobres recursos económicos, difícilmente pudieron ser retribuidos sus destrozos. Nadie, ni nada, podrá sustituir todo lo que el espantoso huracán y sus aguas se llevaron por delante.
El hecho de que todo un Presidente, de la gran nación americana, se otorgara y arropara el sin fin de fatales fallos, que ocasionaron miles de muertes en aquella ciudad, no dejó de ser sorprendente.
¿Desde cuándo las autoridades supremas del cielo o de la tierra asumen sus terribles culpas? ¿Cómo es que la máxima autoridad del cielo permite y tolera el que un endiablado donut huracanado arrasase inmensos territorios, con ciudades y pueblos, asesinando a varios miles de personas, junto a un inútil mandón que empezó a despertarse a los quince días del siniestro? ¿Qué tipo de castigo merecen los autores de estos delitos? Nosotros, los hijos del pueblo, debemos de cumplir todas las leyes legisladas, y el no hacerlo supone un seguro castigo; pero los rigores de las leyes disminuyen tal como van ascendiendo las categorías sociales hasta llegar a un punto en que, debido a la altura, desaparecen completamente todas las culpas, restando un silencio encantador para poderlo disfrutar el supremo Presidente de la Nación Americana.
Ocurre que, como ya hace bastantes cientos de años, desde los nobles señores en sus castillos, los reyes en sus palacios y los presidentes en sus súper residencias, niegan toda responsabilidad ante cualquier desaguisado. Los argumentos gramaticales brotan a miles de sus fauces para poder defenderse de cualquier acusación, pues si el simple ciudadano (siguiendo los grandes ejemplos de sus autoridades) niega haber cogido una manzana, ¿qué no harán los supremos al hacer los destrozos que producen con sus excursiones políticas, en las que hay muchas veces en juego vidas humanas?
La cuestión es que cuanto más grande sea la autoridad, y sus carniceras consecuencias, no es que disminuya su responsabilidad, sino que desaparece y no existe. Debe de ser por ello ese desenfreno que hay en todos los obedientes por trepar hasta los cielos si es posible, pues los dorados horizontes de las alturas son de desear por casi todos los sufridos obedientes, ya cansados de ser tan cumplidores con las estúpidas normas terrenales.
El hecho inusual de que todo un presidente de la súper América cargase en su momento con la cruz de todas las culpas nos tiene, desde entonces, un poco confusos, por su rareza. ¿No será que él ya sabía de antemano que no tendría que cumplir ningún tipo de prisión? Debe de tener la más absoluta certeza de que no lo iba a rozar ni el viento, y es por ello el que se marcase ese “pegote” de mártir de la honestidad de “viejo Taud del Mississipi”.
Si dentro del mundo de las pequeñas responsabilidades es muy difícil de hallar un hombre que sea responsable de todo lo bueno y todo lo malo que pase por su conciencia, ¿qué no será dentro del mundo de la política, en donde sobre los excrementos de canes jamás pueden crecer ni las coloridas flores, ni las nobles ideas de bien?
Lanzado estuvo el señor presidente, en su inmaculada carrera por ayudar a los tristes damnificados, y a la grupa de un hermoso corcel tejano, que sabe nadar mejor que galopar, sobre las puras aguas, con la bandera estrellada, para recoger a los que fueron a pasar a mejor vida (como se suele decir). En el privilegiado océano generoso y sorteando lainfinidad de cadáveres existentes, que hinchados por el tiempo y el bienestar flotaban como botas, se le hicieron bien visibles a unas manos piadosas, y envueltas de estrellas, como las del presidente tejano, que tuvo una justa idea calculadora que le hizo pensar en esa cantidad respetable de súbditos de color fallecidos por culpa del endiablado Donut meteorológico. Y con prontitud las madres paridoras de color podrían reemplazar holgadamente los miles de cuerpos oscuros aparecidos flotando sobre las azules aguas. Por lo tanto, ya se encargará la madre naturaleza de corregir este hueco humano entre la población de origen africano.
No deberíamos de habernos olvidado entonces de recomendar al prodigioso tejano que se dignara visitar a los llamados países bajos para que hubiera acudido a recibir unas lecciones sobre ingeniería de contención de mares y mareas, tan necesario en esas costas y latitudes norteamericanas (en el supuesto de que hubiera podido superar los exámenes para el ingreso en los lugares de estudio).

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