Xavier Díez
Sostenía Bakunin que los grandes imperios solamente podían sostenerse mediante la violencia y el crimen, mientras que los estados pequeños podían ser virtuosos gracias a su debilidad. Bakunin hace ya mucho tiempo que nos dejó, pero si regresara a la Barcelona de 2017 podría reconocer sin duda alguna la estructura criminal que infecta al estado español, y que no duda en arrancarse la careta democrática para mostrar su verdadero rostro autoritario y despótico cuando se cuestiona el modus vivendi de las élites extractivas que se benefician del régimen. Lo que estamos viviendo estos últimos días, semanas, meses en Cataluña, no por no entrar dentro de lo posible, no deja de sorprendernos. A pesar de que nos esperábamos episodios de guerra sucia, de guerra psicológica, de amenazas e intimidaciones, la presencia de casi toda la policía y guardia civil para tratar de parar un proceso democrático ha convertido una cuestión nacional en una lucha para la supervivencia de la democracia. Lo que en un principio era un movimiento difuso en el que se amalgaman sentimientos nacionales, cuestiones de dignidad, reivindicaciones económicas o incluso una cierta necesidad ontológica a existir en una sociedad, la catalana, compleja y contradictoria, definitivamente ha pasado a una simple lucha contra la oscuridad de la inquisición, una cuestión de supervivencia de los derechos individuales y colectivos, una guerra a cara descubierta contra la dictadura y por la democracia.
Cuando citábamos a Bakunin, no resulta difícil concretar en qué consiste lo de “los grandes imperios que se sostienen mediante la violencia y el crimen”. Todos aquellos relacionados con la historia del anarquismo y la transición recuerdan perfectamente episodios históricos como el Caso Scala, un atentado de esos que se denomina “de falsa bandera”, que tienen como objetivo justificar la represión o desactivar movimientos que representan un peligro para el orden hegemónico. Con el paso de los años se ha desmontado el mito de la “Transición pacífica”, cuyo balance de víctimas se cifra entre 600 y 800 muertos y más de 2.000 heridos. Incluso investigaciones recientes, como las de Xavier Casals, demuestran que el famoso referéndum de la Constitución resultó fraudulento, puesto que no llegó a votar ni la mitad del censo. Existen bastantes dudas sobre la verdadera autoría de los atentados del 17 de agosto en las Ramblas de Barcelona y en Cambrils, en los que la gestión de la información, la suposición que el cerebro de la trama era un confidente policial, y algunos medios de comunicación parecían tener las noticias escritas antes de que sucedieran hacen pensar que el estado lo preparó todo para evitar el Referéndum. Pero si bien esto último se halla dentro de la especulación, lo que está demostrado, incluso por una comisión del Congreso de los Diputados, es el de la Operación Cataluña, una trama de una policía paralela destinada a fabricar noticias falsas con el ánimo de arruinar reputaciones personales, persecución a disidentes, escuchas ilegales, y toda una serie de actos que son los clásicos de las dictaduras y muy propias de la antigua Stasi. Hasta la fecha, la única persona procesada ante estos hechos ha sido la periodista que destapó el escándalo. Hasta la fecha, lo que resulta algo insoportable en una democracia, cuenta con el silencio mayoritario de una prensa que demuestra claramente su dependencia orgánica del Ibex 35, la matriz en la que se emboscan las élites extractivas del Estado, solaz de viejos franquistas, sus descendientes y colaboradores.
¿Por qué Cataluña? Sería fácil hablar de la endémica catalanofobia que sirve al Estado para cohesionar su propio nacionalismo, la necesidad del enemigo interior al más puro estilo de los judíos, aunque también al más puro estilo de cuando se pretende criminalizar a alguien (y deshumanizarlo) o también se le puede denominar “rojo” o “anarquista”. Desde un punto de vista histórico está claro. En 1939 buena parte de la sociedad catalana pudo huir, por la frontera, de la represión. Ello implicaba buena parte de los intelectuales, los cuadros técnicos, políticos y sindicales. En muchos otros lugares, como Valencia o Andalucía, de gran tradición libertaria o republicana, no hubo posibilidad de huida, y el exterminio (el holocausto español, según el acertado título de Paul Preston) acabó con la disidencia en las cunetas (de ahí el escaso interés a que se desentierren los muertos y se destapen los crímenes del Estado). E incluso muchos de los supervivientes, considerados como una especie de intocables en sus propios pueblos, acabaron emigrando hacia Cataluña.
Porque una proporción considerable de los exiliados del 39 pudieron ir regresando e ir montando lo que sería el antifranquismo sociológico mayoritario de la sociedad catalana; la resistencia clandestina, el maquis, pero también la creación de estructuras sociales, de sociabilidad, culturales que rechazaban el franquismo. De aquí el protagonismo de Cataluña en la lucha contra el fin del franquismo y los inicios de la Transición. De aquí que buena parte de los inmigrados de las regiones españolas pudieran integrarse en la lucha contra el enemigo común. El gran error de la Transición fue aceptar una Amnistía para los franquistas. El hecho de no poder juzgar los crímenes del franquismo e impedir la existencia de la participación política de una de las ideologías más letales de Europa (el falangismo y sus derivados) permitió su supervivencia en las estructuras internas de la democracia. Una vez demostradas las limitaciones del régimen democrático, fueron regresando a las instituciones, especialmente a partir del neofranquismo de Aznar, a mediados de los noventa, con sus obsesiones de siempre: limitar las libertades democráticas, expandir las diferencias sociales, eliminar las diferencias nacionales e uniformizar hacia la “una, grande y libre” de su verdadero lema. De todo este movimiento surge un nacionalismo banal como droga popular: expresiones como la defensa de los toros, de las expresiones deportivas, del patriotismo apolillado que se potencia desde medios de comunicación, y acompañado de machismo, homofobia y conservadurismo. Aquí también surge el desprecio hacia la izquierda (especialmente contra unos anarquistas poco proclives a banderas) y contra la expresión de la cultura catalana y su lengua. Por cierto, este neofascismo de rojigualda va rejuveneciéndose entre jóvenes generaciones, impulsadas por el culto a la fuerza y el cuñadismo intelectual. Podría citar algunas anécdotas, pero me quedo ante una de un grupo de adolescentes españoles, en un intercambio en Estados Unidos, que soltaron, a un par de jóvenes del grupo de Barcelona que en una conversación informal “¡Aquí se habla en español, coño!”, respondido por uno: ¿Aquí? ¿En Seattle? Los acontecimientos actuales en Cataluña, con toda la fuerza del Estado tratando de intimidar a una sociedad catalana transversal en edades, clases sociales, orígenes e ideologías que tienen claro que quieren decidir su futura relación con España a partir de un referéndum, dejan claro que la cosa no tiene que ver con banderas. De hecho, buena parte de los convertidos al independentismo, como quien esto suscribe, nos sentimos bastante incómodos con estos trapos de colores. No, la cosa no va de banderas ni patrias, sino de democracia, de decidir quiénes somos o cómo queremos ser. De ser lo que nos dé la gana sin que nada, ni nadie, nos diga cómo debemos pensar o actuar. Pero la actuación del Estado, sus mariachis mediáticos y un 60 % de la sociedad española contraria a que decidamos por nosotros mismos, nos han enviado al terreno de la democracia. La represión desatada, la sodomización de la independencia judicial y de la separación de poderes, a la cual ha sometido el gobierno de Rajoy, ha convertido un problema nacional en una cuestión de dignidad y democracia, de libertades y derechos fundamentales.
España demuestra que es irreformable. El lado oscuro de la fuerza franquista ha abducido buena parte de la sociedad española. Quienes hablaban de terceras vías, mientras pedían unicornios rosas, con las manos manchadas de cal viva, se han puesto al servicio del imperio. Ante ello no queda otro remedio que la disolución de este Estado que no se sonroja ante la violación del estado de derecho y de los derechos fundamentales de sus ciudadanos. Probablemente, la fraternidad de los pueblos de Iberia, invocada tantas veces por los federalistas primigenios, es decir, los libertarios de la época de Bakunin, quería decir eso: la disolución del Imperio, la disolución de España en varios estados (débiles ante una ciudadanía que debería controlarlos), que mantengan relaciones cordiales entre sus gentes. Mientras que la aristocracia que infecta a las estructuras del Estado actual, hagan cosas más útiles que reprimir, amenazar, tratar de asustar. La manera de acabar con los crímenes y la violencia es, quizá, disolver España.