A lo largo de 2011, estuve dos veces en Londres, en julio y en septiembre. Justo pocos días después de marcharme en mi primera visita, se produjeron los disturbios más violentos desde hacía décadas en los barrios populares de Totenham, Hackney y Harinway, que poco después se extendieron a lo largo de Inglaterra. A mi regreso, todavía eran evidentes los rastros de la batalla, pero sobre todo era palpable el malestar existente, y, sobre todo, cierto miedo y resentimiento mutuos.
Una de las cosas más desagradables que uno puede hacer en la capital inglesa es leer la prensa popular (lo que por formato se denominan tabloides). Especialmente el Daily Mail, que se recoge gratuitamente a la entrada del metro, o el The Sun. Complementariamente, encender la televisión también suele ser una mala idea, con una parrilla repleta de Reallitieso concursos en los cuales, indefectiblemente, alguien acaba llorando, borracho, o ambas cosas a la vez.
Si uno, además, posee ciertos conocimientos previos sobre la sociedad británica, así como del cine, el teatro o la literatura inglesa, aparte de la omnipresencia del tradicional clasismo, observará como la clase trabajadora (workingclass) ha prácticamente desaparecido del espacio público, o acaba ejerciendo como comparsa, anécdota divertida, caricatura o personajes deshumanizados, de manera muy parecida a cómo Georges Orwell, D. H. Lawrence o AldousHuxley habían denunciado durante la Inglaterra de entreguerras. Este es el punto de partida del libro que el sociólogo británico Owen Jones publicó ese mismo año y que le catapultó a cierta fama, y que le permite ser una de las voces más escuchadas de la izquierda europea. Jones, nacido en el empobrecido y desindustrializado Sheffield en 1984, el mismo año en que Margaret Thatcher comenzó a doblegar al sindicato minero, expone y denuncia en su obra la estigmatización de las clases trabajadoras.
En cierta manera, el Brexit nos dejó algunas imágenes poco edificantes. La prensa continental, que por cierto tampoco se caracteriza por su sutileza o ecuanimidad, presentaba a los partidarios de la salida de la Unión Europea como unos brutos tatuados, racistas con un punto de hooligans, seguidores del UKIP con su dialéctica de supremacismo blanco y resentido. En cierta manera esta ha sido la imagen proyectada a lo largo de las últimas décadas del extenso estrato de las clases populares británicas, habitantes de las barriadas de vivienda pública, perceptores de subsidios. Suelen ser diana de la crítica pública, protagonistas de reallity shows denigrantes, y
presentados como parásitos sociales, inútiles, vagos, y dependientes de la caridad pública.
Jones se dedica a recrearse en los atributos que la opinión publicada ofrece sobre estos grupos sociales, pero se centra en determinar los orígenes históricos del fenómeno. Para el sociólogo, el origen de esta degradación -que, por mucho que lo disimule, tiene un punto de realidad- tiene que ver con las políticas neoliberales impulsadas con Margaret Thatcher hacia finales de los setenta, que se incrementaron exponencialmente en los ochenta, y que consolidó el nuevo laborismo de los noventa. Unas políticas que tuvieron como líneas generales la reducción del gasto público, la reducción impositiva para los estratos privilegiados, el crecimiento exponencial de las desigualdades sociales y económicas, y muy especialmente las políticas de privatización de empresas y servicios públicos, la privatización de la vivienda social (que generó una burbuja inmobiliaria aún por pinchar) una descarnada desindustrialización que devastó el norte industrial y el desmantelamiento, vía prácticamente militar, de los sindicatos de trabajadores. Todas estas medidas fueron apuntaladas por el New Labour de Tony Blair, que incluso fue mucho más allá a la hora de implementar políticas de desregulación y de mercantilización de cualquier actividad. En cierta manera, los nuevos laboristas acabaron pervirtiendo el sentido primigenio de la formación que se reivindicaba como representante de las clases populares y traicionando a los trabajadores.
Millones de británicos: mineros, metalúrgicos, electricistas, constructores de barcos o automóviles, transportistas, ferroviarios,… se quedaron sin trabajo de la noche a la mañana, sin posibilidades de poder recuperarlos, o teniendo que aceptar, o bien una vida subsidiada, o bien trabajos por debajo de sus calificaciones y condiciones anteriores en el sector servicios, la seguridad o
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la nada. En cierta manera, su mundo desapareció. Las tradiciones de respetabilidad a partir de un trabajo rudo, exigente, incluso con sus componentes de masculinidad agresiva, se difuminaron. Su mundo se hundió, sin nada que lo reemplazara. Pero plantearon una batalla, a través de los sindicatos, que perdieron. Jones recuerda la huelga de los mineros, que duró durante un año entero, hasta que, rendidos a base de hambre y represión, la venganza fue terrible.
El sociólogo de Sheffield propone una lectura según la cual los trabajadores manuales blancos, al ser derrotados, acabaron como una casta inferior en la elitista Gran Bretaña, como un colectivo que sufre el estigma de la derrota. Por ello, el neoliberalismo actual, encarnado en la actual clase política y las élites financieras y comunicativas, les presentan públicamente como subhumanos, como escoria (scum, en inglés) de los cuales mofarse, o simplemente tenerle miedo, como las bestias salvajes que se dedicaron a los incendios y saqueos en los disturbios de 2011. Es por ello que hubo una terrible campaña de denunciar a los participantes, y participantes que fueron condenados a años de prisión por robar camisetas, bambas de 100 libras u objetos insignificantes.
Es cierto que buena parte de ellos, refugiados en la abstención o en la inactividad, alimentan su resentimiento en el apoyo a opciones parafascistas (como el oportunista UKIP) o movimientos xenófobos, contra inmigrantes europeos o extraeuropeos. En algunos casos, se explota su resentimiento a partir de la idea de los blancos pobres como una minoría étnica discriminada (lo que explica una deriva cada vez mayor de amplios sectores hacia la ultraderecha, o que se hable a menudo de “preferencia nacional”). Pero esta situación de tensiones sociales no parece que vayan a remitir, sino al contrario. Al fin y al cabo, las políticas, con o sin Brexit, siguen exactamente en el mismo sitio: el descontrol y el caos generado por las políticas neoliberales.
Inglaterra pasó del humo de las fábricas a fabricar humo. La principal actividad económica de la Gran Bretaña actual es la especulación e ingeniería financiera de la City de Londres, con su dinámica de especulación y creación de burbujas. Los empleados de la City pueden dedicarse a gestionar rescates de los piratas somalíes, financiar la venta de coltán en África, creación de fondos buitres para explotar deudas públicas o privadas, la gestión de paraísos fiscales, el lavado de dinero de actividades ilícitas, la gestión fraudulenta de licitaciones en el Eldorado de la privatización de los servicios públicos o un sinfín de actividades que, legalmente cuestionables y moralmente inaceptables, permiten satisfacer a las élites mundiales a partir de la insatisfacción global. Para mantener este orden absurdo es necesario, no solamente unos gobiernos que, a la práctica, son los mayordomos de los megaricos con mansiones en Chelsea o Bloomsbory, sino también que se requiere la creación de un relato que justifique las desigualdades, presentando a los ricos como mejores, y a los pobres como peores.
Nada nuevo. A ello se le denomina darwinismo social, propio de una especie de neovictorianismo actualizado. La prensa popular, los imperios mediáticos como el del multimillonario australiano Rupert Murdoch manipulan a una opinión pública muy manejable para justificar la riqueza de los unos (por un teórico talento especial) y la inferioridad social y económica de los otros: los trabajadores. Es por ello que resulta esencial esta demonización, presentarlos como seres primitivos, racistas, misóginos, de vocación parásita. Es así como se fundamenta social y psicológicamente un orden social injusto.
A pesar de ello, para que una mentira sea creíble se requieren elementos de verdad. Buena parte de las clases populares británicas han acabado descapitalizándose. No se trata únicamente de la pérdida de sus referentes políticos (la traición laborista) o sociales (las dificultades de rehacer el sindicalismo). Muchos trabajadores perdieron la fe en la cultura y la educación. Ello ha permitido el abuso público, la estigmatización con escasa resistencia, poder ser el blanco de múltiples ataques. Sin ser un gran conocedor del sindicalismo británico, sí tengo algo más claro lo que permitió que el proletariado ibérico fuera realmente una amenaza para el orden de las élites españolas (que tuvieron que subcontratar a la Wehrmatch y al ejército italiano) para doblegar a los trabajadores. Puede resumirse en una frase emblemática de la revista Estudios: “A la revolución por la cultura”. No es posible que una clase social pueda emanciparse, o simplemente luchar con la esperanza de poder mejorar su suerte, sin una apuesta clara por la cultura y la educación. No hay revolución sin filosofía. No puede haber acción útil sin pensamiento. Y aquí, el fracaso escolar que sufren las clases trabajadoras, es básico para comprender el grado de su desmoralización.
Jones realiza una lectura útil e interesante para comprender lo que sucede en Inglaterra, y por extensión, en la pirámide social europea. Pero quizá adolece de cierto paternalismo. Las clases populares, es cierto, son víctimas de una situación injusta. Pero como nos recordaba Hannah Arendt, la condición de víctima no representa ninguna superioridad moral. Es necesario criticar, incluso con dureza, todo aquello que representa un defecto evidente que imposibilita cierta emancipación social. Como explicaban los viejos libertarios de antes de la guerra, el alcohol, las drogas, la degradación moral, la ignorancia, la intolerancia, los diversos pecados capitales, impiden cualquier mejora social, que los agraviados puedan levantarse. Eso es algo que Jones olvida, y que todos deberíamos recordar.

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