Xavier Díez
Octubre de 1982. El nuevo profesor de literatura castellana de tercero de BUP era un tipo peculiar, uno de aquellos docentes atrevidos capaces de encerrar el programa de la asignatura en un armario y arrojar la llave al mar. La primera clase, por tanto, prometía. En vez de hacernos leer La Celestina, llegó con un tocadiscos bajo el brazo, nos pidió que le ayudáramos a traer unas fotocopias, y puso un vinilo suficientemente rayado para indicar que había sido escuchado a conciencia. La canción se abría con un sólo de armónica, seguido con una voz castigada, acompañada de unos acordes melancólicos de guitarra. Se trataba de The River, de Bruce Springsteen. La pusimos una y otra vez, siguiendo las letras: la original y la traducida. La oíamos, la volvíamos a oír, y debatimos sobre sus significados. El narrador explicaba su triste historia de perdedores en la América profunda. El protagonista dejaba embarazada a su novia del instituto, cuando ésta tenía diecisiete años. Los hechos se precipitaban como en una catástrofe natural, en un pueblo en el que los hijos heredaban las profesiones y frustraciones de sus padres, un lugar donde era difícil escapar al destino grabado en la piedra, como en una tragedia griega de baja intensidad. La historia, simple, poesía de los vencidos, acababa mal. Pasados los años, aquel chico casado precipitadamente, parado, separado, frustrado, desorientado, de vez en cuando conduce su camioneta hacia el río donde conoció en un pasado remoto, breves y efímeros instantes de felicidad. Como pueden imaginar, aquel curso nos libramos de La Celestina, y algunos pudimos tomar conciencia de la importancia de la poesía cuando apunta al corazón y dispara al alma. Como resultaba obvio, entonces la mayoría teníamos diecisiete años, íbamos al instituto, improvisábamos nuestra educación sentimental, empezábamos a aprender que era necesario huir del destino que nos tenían mercado, y la importancia de apropiarnos del volante de nuestras vidas, buscando horizontes donde ir, y evitando envejecer prematuramente en ataques de nostalgia como los del protagonista. Aquella clase de hace treinta y cuatro años todavía no la he olvidado. Creo que también me ha servido para comprender con cierta profundidad lo sucedido estos días en Estados Unidos. Aparte de ser un fan de Springsteen, entiendo que el universo de las letras del cantautor de New Jersey nos describe a los millones de perdedores que han apoyado a Donald Trump en el “supermartes” del pasado 8 de noviembre. Las historias tristes a ritmo de Rock nos dibujan una América en descomposición, deprimida, incapaz de sobreponerse a la lenta erosión y decadencia de su mundo. Personas que pierden su trabajo, y su dignidad. Gente que mira al horizonte a toma conciencia que en el nuevo mundo forjado a golpe de competencia y materialismo, les arrastra hacia un mundo peor. Sobre todo, queda la percepción que ya no pueden controlar su propio destino,
como pasa a los personajes de las tragedias griegas de baja intensidad. Esta América que aparece en los documentales irónicos de Michael Moore o de las novelas de Jonathan Frentzen se ha pronunciado. Y ahora, su mensaje nos salpica. Por cierto, Frentzen en su novela Libertad retrata este cambio profundo del American way of life en el que las expectativas personales divergen claramente en unos Estados Unidos donde las oportunidades se desvanecen, hay algunas referencias a los antepasados de los personajes, europeos que abandonan Europa rompiendo sus vínculos personales y familiares, y se instalan en un espacio que creen vacío para llevar una existencia de autistas autocomplacientes, pioneros asociales a quienes la gente les agobia, individualistas incapaces de regar un espíritu colectivo. En cierta manera lo que sucede ahora es viejo y nuevo a la vez: se trata de un rechazo circunstancial y a la vez una corriente telúrica de malestar con el mundo y con ellos mismos. Esta América, que había sido ignorada y despreciada por los políticos, por los medios, por periodistas, académicos e intelectuales, por una raza de ganadores cada vez menos representativos y más altaneros, estos americanos que había sido marginados, vilipendiados, abandonados, han hablado. Y no gusta a nadie (creo que ni a ellos mismos) lo que han dicho. Hace un par de veranos me paseé por esta América que pasa las tardes en anodinos centros comerciales, o compran comida basura en las gasolineras, o devoran bombas calóricas en los cafés baratos a pie de carretera de poblaciones más o menos rurales. Efectivamente, con sus camisas a cuadros, su sobrepeso y su peculiar forma de arrastrar palabras desprovistas de conectores, parecen haber salido de una canción de The Boss. Ahora, todos ellos se han vengado con su voto. El resentimiento genera monstruos. Una de mis canciones favoritas de Springsteen es “Thunder Road. El protagonista desea huir con su novia del instituto, y explica: “la puerta está abierta, el viaje no es gratis / sé que estás sola por palabras que no he dicho / esta noche seremos libres (…) Así que Mary, sube al coche / este es un pueblo lleno de perdedores y estoy / intentando salir de aquí para ganar. El problema, y tengo graves sospechas debidas a mi experiencia como historiador, es que cuando alguien huye hacia cualquier lugar desesperadamente, sin saber dónde quiere ir, obedeciendo a los impulsos más primarios, las cosas suelen acabar mal. Sin voluntad de hacer de Spoiler, me temo que muchos norteamericanos pobres, víctimas del neoliberalismo, y a la vez, también víctimas de la capacidad de seducción y propaganda del sistema para hacerles creer que los culpables de su situación son otros como ellos, de piel más oscura, avanzan rápidamente hacia el mismo lugar que en la escena final de Thelma y Louise