(En memoria de Elíseo Reclus, que murió el 4 de julio de 1905)

 

Exige el desarrollo progresivo de un organismo ciertas condiciones favo­rables de expansión mientras operan los factores educadores y defensivos indispensables para que se cumpla la finalidad prevista. Aquellos factores se ven muchas veces contrariados por fuerzas adversas, como también por murallas de inercia y quietismo que gravitan cual peso muerto del pasado con sus antagonismos de intereses y privilegios. El territorio de Europa y América despertó hacia 1750 aproximadamente. Tuvo frente a él tal cúmulo de obstáculos, tantas insidias y contrariedades -vivas hoy todavía y feroces- que nos asombra el valor de los hombres que en el siglo XVIII supieron allanar el camino del futuro. No fueron iniciadores de obra tan inmensa, ciertamente, pero ellos pisaron y ganaron por primera vez terreno firme. Sus antecesores vivieron aislados, martirizados, vencidos. La reacción pudo adueñarse de los precursores y reducirlos a impotencia casi completa, pero no pudo invalidar el impulso ejercido desde 1750 a 1930 (1). Trata e asaltar de nuevo la reacción su reducto tradicional. Es, pues, lógico que exaltemos aquel pe­ríodo de 180 años, incapaz de cerrar el enorme espacio de tiempo de los siglos ominosos y de extinguir la obra nefasta de las edades pretéritas. Conviene estudiar detalladamente las ga­rantías de éxito progresivo que se dieron en aquellos 180 años, examinar desviaciones y observar puntos flacos, haciendo que nuestro esfuerzo de comprensión refuerce aquellas garantías de avance orientado y eficaz.

Vemos en primer lugar que el impulso progresivo se debía a ve­ces a un esfuerzo general en to­da la línea, a una labor de ver­dadero humanismo; otras veces se descomponía en tendencias que pronto se oponían mutuamente entre ellas, aspirando cada una a ese detestable y desastroso monopolio, cuyo concepto expresa hoy el triste término de moda: totalitarismo. Las divisiones eran inevitables. La vida misma im­plica para cada especialización la existencia de la respectiva ten­dencia expansiva a generalizarse, sin perjuicio de que la caudalosa corriente vital y universal, su fuerza suprema, inspire en el or­ganismo sano espíritu de solida­ridad, capacidad de cooperación y deseo de coordinar los benefi­cios de la autonomía con los de la vida social y sociable. No era posible, a pesar de todo, que de­jara de haber en aquel período de 180 años luchas violentas, crisis, de­sastres, recaídas, desorientaciones. En me­nos de dos siglos no era posible asaltar las posiciones atrincheradas de todo el pasado con su mentalidad, sus privilegios y usurpaciones. No era posible que la vic­toria fuera completa en general, como lo era en la zona del intelecto, de la ética y de la técnica. Vencer en todo el frente era imposible por falta de desarrollo en las mismas víctimas del régimen caduco. Las masas estuvieron privadas de educa­ción por espacio de siglos y siglos, exclui­das de la vida progresiva, miserablemen­te engañadas por la Iglesia y el Estado, y sometidas totalmente a estas institucio­nes. Si se apartaron de la servidumbre varios millones de socialistas, unos millo­nes más de trabajadores organizados y buen número de rebeldes, quedaron sometidos muchos más millones de seres rutinarios, indiferentes y rezagados, los mismos que constituyen hoy el ejército antisocial de la reacción.

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En cuanto a los amigos del progreso, nada más natural que comprender su di­sociación después del impulso paralelo, inicial y unánime. Sin embargo, pasó más de un siglo y no se llegó a ninguna solución única admitida generalmente por todos. Por el contrario, cuando las fuerzas de avanzada se disgregan, hay unidad en la reacción para hacer que gravite su peso muerto de masas rezagadas contra el mejor avance. Me parece, pues, conveniente, que de nuevo se unan los valores positivos, cosa fácil si se em­plea buen sentido y desinterés contra el interés sectario y la concupiscencia totalitaria que invadieron también los medios no conformistas.

Las ideas libertarias son las que seña­lan más rápida y rectamente errores y vicios del pasado. Son antídoto a la paralización del progreso como oposición al privilegio, reforzado éste física y espiritualmente por la autoridad. Las ideas anarquistas buscan las condiciones que garanticen el máximo de existencia so­cial e individual para cada ser humane sin autoridad. Se trata de un problema delicado, el menos propio para admitir soluciones únicas y finalistas. De pareci­da manera, la solución de un problema científico plantea nuevos problemas y hasta series de problemas. Y así como de tiempo en tiempo pueden reunirse verda­des demostradas en las altas cimas de la investigación y difundirse en los epítomes escolares, el aprendizaje que se llama propaganda sabe difundir altas verdades como conclusiones seguras, proponiéndo­las en forma de argumentos precisos y persuasivos, programas y campañas, sin perjuicio de ser estímulos para empren­der estudios más profundos y detenidos. Los pensadores anarquistas de relieve, lo mismo Proudhon que Bakunin, lo mismo Reclus que Kropotkin y otros, viven en perpetua renovación intelectual, exami­nando los hechos nuevos que produce la vida y analizándolos con criterio liberta­rio. De ellos quienes entrevén las evolu­ciones nuevas. La muerte les sorprende en una labor concienzuda, como sorpren­dió a Malatesta, anhelante de hacer y de­cir. En esta incansable vitalidad reside la verdadera prueba intelectual libertaria, no en los programas ni en simplificación propia de discursos y folletos. En la es­cuela primaria no puede decirse que hay alta investigación científica como la hay en los laboratorios; sin embargo, circulan las profundas verdades en el medio esco­lar.

Si el pensamiento informador de la pro­paganda era emancipador y empapado de experiencia, en esta experiencia estaba y está la predisposición más humana de so­ciabilidad cuando no hay coacciones ni supervivencias del pasado negativo. Las horas de íntima bondad, de amistad des­interesada y esperanza generosa, no fal­tan en la vida de relación de muchos hombres. Y precisamente en aquella rela­ción está la evidencia de amplias y dura­bles posibilidades afirmativas, futuristas. El ambiente es más propicio cada día. Cuando se eliminan los obstáculos nace el sentimiento de seguridad y confianza. La libertad en el seno de la solidaridad es un concepto que condensa las circuns­tancias favorables de todo anhelo progre­sivo. La libertad en la solidaridad no es una utopía, no es un concepto irreal ni artificial. Por el contrario, es un hecho comprobable, generalmente reconocido y practicado a todas horas. Cuando se for­ma una colectividad para que sus adherentes se interesen en común sin egoísmo se practica la solidaridad y se usa la libertad, no habiendo contradicción entre ambas.   Cuando   la  colectividad   está voluntariamente  formada,   ¿quién  ha  de perpetuarla?   ¿Quién ha  de  dirigir  y  reglamentar   aquella    colectividad?,   ¿quién osará imponerse   en   ella?   Hubiera   sido sumamente fácil hacer comprender a todo ser desinteresado el verdadero sentido de las aspiraciones libertarias. Desgraciadamente   se   dio  el   caso  contrario,   pues fueron muchos los factores que impidieron la   normalidad   y   continuación   de  aquella labor educadora.

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Desde 1750 se debió el progreso a hombres capaces de poner la ciencia en el lugar que ocupaba la fe; se debió a hombres que no creían en la crueldad sino en la acción humanitaria; a los que no amaban la autoridad. Eran enemigos del aislamiento y de la decrepitud, amigos de la relación del movimiento, de la valoración individual. Corazones generosos y ánimos esforzados se sentían atraídos por aquellos hombres,   inspirando   también   éstos confianza y liberalidad a las masas retardatarias, o al menos a una parte de ellas, la menos dispuesta al yugo, la más pró­xima a los centros de vida agitada y nueva. Así fue cómo se produjeron las revoluciones,  quedando borradas, ya que no destruidas, las potencias del pasado. Un nuevo   gubernamentalismo,   la   especulación burguesa y una serie de guerras desaforadas,   con   su   consiguiente   estrago despótico, reanimaron el espíritu reaccionario y autoritario. El socialismo dividió las fuerzas modernas y se presentó el sistema del Estado como propio y ventajoso para evolucionar hacia la justicia social. Error sustancial, porque la reacción col­ma con sus creaciones corno contenido la oquedad del Estado y surgen otra vez las negruras del pasado. No cayeron los anarquistas en la trampa del Estado, aunque tampoco pudieran inspirar a los socialistas la prevención contra él, cayendo los socialistas en odiar a los anarquistas, odio que, salvo excepciones contadas, subsiste   todavía,   mientras   los   anarquistas han de sostener solos la verdadera lucha contra la reacción, ya que quienes se llaman  inconformistas sin pasar del inconformismo   político,   caen   en   el   egoísmo partidista y entretienen su aspiración totalitaria y dictatorial, perdiendo el ascendente moral que pudieron ostentar como rebeldes no inscritos en ningún rango político.

Ni los mismos anarquistas se sostuvieron todos a la altura de las circunstancias   como  se  sostuvieron   precursores  e iniciadores. Pocos anarquistas de los últimos tiempos resistieron a la tentación de hacer  programa   de   sus  ideas.   Con  un punto  de   mira  exclusivista  y   estrecho, juzgaban a los demás muchos de aque­llos. Se discutió inútilmente entre colectivistas  y   comunistas,   individualistas   y organizadores. En vez de apoyar todos la buena causa tan juvenil y tan débil, se pusieron a discutir. Algunos de ellos estaban  y  están  dispuestos  a  dejar de  ser anarquistas capitulando ante el sindicalismo. Pudo creerse que la orientación del espíritu  humano hacia la vida solidaria y libre, que la aspiración hacia realiza­ciones libertarias, puede efectuarse den­tro del marco de tal o cual organización, según programa de tal o cual congreso o sugestión de tal o cual orador o grupo. Pero lo verdaderamente importante es aumentar el número de mentalidades anarquistas. Estas harán el esfuerzo de aumentar a su vez el número de consciencias libertarias. Así podrán crearse climas propicios, regiones de simpatizan­tes, nuevos grupos de militantes; así se extenderá la influencia anarquista, inutilizando tanto la mala voluntad y la resis­tencia de los rezagados como las intrigas de los dirigentes reaccionarios. A mi ver, se insistió en exceso sobre la anarquía programática, sin despertar, inspirar y estimular las incipientes tendencias liber­tarias que nos circundan. Son más los camaradas absorbidos por el esfuerzo ex­terior, pasajero y mudable, a pesar de considerarlo permanente sus parciales, que los camaradas empeñados en mante­ner su completa independencia, pensando que el advenimiento de una vida anar­quista depende probablemente de la orien­tación generosa y libre que se da a los elementos humanos, aunque sea a los po­co progresivos, más que del esfuerzo es­pecializado de grupos y organismos espe­cíficos creadores de programas, incluso propagadores de iniciativas. Se trata de superar situaciones iniciales y tentativas; se trata de mejorar la brusquedad doctri­naria, de conquistar el derecho de ciuda­danía, que consiste en ejercitar el experi­mento social libre cara a la luz y a la efectividad de la vida.

La conciencia anarquista más empapa­da del concepto de congruencia entre la intimidad libertaria y el esfuerzo progre­sivo de carácter general fue Elíseo Reclus. Creo que la voluntad revolucionaria era más intensa en Kropotkin que en Reclus, por lo que el pensamiento de aquél tenía una impulsión, en cierto modo precipitada y apasionada. Reclus no dejaba de tener pasión, mas su lucidez y objetividad, co­mo su serenidad, faltan en la obra de Kropotkin. Prefiero diferenciarlos por lo que fueron -y tal como puedo darme cuenta de las diferencias, en lugar de identificarlos y confundirlos. Esta labor diferencial nos da dos magníficas figuras, dos nombres excelentes. Malatesta fue el tercero. Y he aquí que mi amigo Urales me propone este tema: “El humanismo de los Reclus”. El término humanismo cali­fica admirablemente la obra de los her­manos Elías y Elíseo Reclus, los dos vete­ranos libertarios que vivieron respectiva­mente de 1827 a 1903 y de 1830 a 1905, de­jando un vacío tras ellos que no ha podido llenarse en los treinta años transcu­rridos desde que murieron. Nos abandona Tolstoi para siempre en 1910; Kropotkin y Malatesta se ven obligados, en sus propios países de origen, a carecer hasta de la más elemental libertad de expresión en sus últimos y tristes años, muriendo en 1921 y 1932, respectivamente. Pobres fuimos en todo linaje de recursos, puesto que no supimos ayudar a Malatesta ni a Kropotkin a vivir con libertad. Y tras el silencio, ya eterno de aquellas figuras, siguió una parálisis intelectual, un callar forzoso de pueblos enteros -de rusos, ita­lianos, alemanes-, lo que podría abrir los ojos de tantos ciegos doctrinarios creyen­tes en el economismo revolucionario, ha­ciéndoles comprender lo funesto de su desprecio por los valores intelectuales y éticos, desprecio que contribuyó a elimi­nar la vida libre de tres grandes pueblos para el concurso humano, convirtiéndoles en arsenales de una o muchas guerras en perspectiva (Japón, Abisinia, etc.). Toda unilateralidad es mutilación voluntaria, disminución de personalidad. El anar­quismo que no miraba el panorama inter­nacional era tan incompleto como el que se caldeaba patrióticamente, o como el anarquismo atenuado, eclipsado entera­mente ante el sindicalismo. Estas pers­pectivas me facilitan el placer de hablar hoy del anarquismo integral o, si se quie­re, humanista de Elíseo Reclus. Anar­quismo humanista en el más bello sen­tido que implica el término.

El completo derrumbe de las negaciones tradicionales que se consumó a mediados del siglo XIX fue factor enormemente fa­vorable para fundar concepciones liber­tarias. Acontecimiento paralelo fue el fra­caso experimentado por la pretensión de dar vida estable a las instituciones políti­cas y sociales por las revoluciones de 1848, que nada nuevo pudieron crear y determinaron una pleamar reaccionaria de diez años. Y fue entonces cuando los mejores entendimientos comprendieron el sofisma que hay en toda idea de Estado. Las interpretaciones libertarias tuvieron entonces buena expansión. Recordemos distintas fases en vidas de hombres como Ibsen, Ricardo Wagner, Arnold Ruge y Cari Vogt, H. Spencer, Pi y Margall, con otras figuras de aquel tiempo. Por enton­ces ya profesada Elíseo Reclus las ideas anarquistas, como demuestra un escrito de 1851. Lo mismo Elíseo que Elías antes de 1848, en el Liceo de Sainte-Foy (Gironde) habían leído abundante literatura so­cialista, siendo seguro que se interesaron en primer lugar por los escritos de Fourier, de Pierre Leroux y de Proudhon. No es improbable que en 1849 el diario de Toulouse “La Civilisation”, redactado por Bellegarrigue con el espíritu anties­tatal más consecuente, fuera a parar a manos de Eliseo, que estudiaba entonces en Montauban, ciudad no lejana de Tou­louse. En 1851 profesaba todavía Elíseo el cristianismo, si bien interpretaba el régi­men cristiano como un régimen de comu­nismo libertario. Más o menos compro­metido en el movimiento revolucionario del 13 de junio del año 1849, tuvo que abandonar por ello y por otros motivos perentorios la Universidad de Montauban. Al regresar a Francia en el otoño de 1851, escribió el texto de la Conferencia sobre el papel de la libertad en el mun­do, y en la que profesaba netamente la idea anarquista.

De poder ponerse en viaje hubiera ido en 1849 a batirse amparando a los hún­garos cuando se sublevaron éstos contra austríacos y rusos. Se comprometió Eli­seo con su hermano Elías en el golpe de Estado de diciembre de 1851, fomentando la resistencia armada y viéndose obliga­dos a refugiarse en Inglaterra, sin poder volver a Francia más que seis o siete años después. El propio Eliseo declaró en una carta que cuando hizo el viaje a los Esta­dos Unidos perdió los últimos restos de su cristianismo y fue netamente anties­clavista, en el medio esclavista que era Nueva Orleans. Su sueño dorado fue una colonia de amigos, de hombres libres en un bosque de las montañas de Nueva Gra­nada (Colombia). Le vemos con su carác­ter de socialista independiente, comunis­ta libertario, ateo, insurgente, rebelde, hombre de vida libre identificado con la naturaleza… Según la forma en que te­nía que reaccionar se manifestaba, inde­pendiente de partidos, grupos y escuelas socialistas.

Caracteriza principalmente a Reclus su independencia intelectual y moral. Se acerca a un movimiento, se aproxima a una idea, apoya a ésta y sostiene aquél tanto como puede; echa sobre sí los peli­gros sin confundirse con ellos, sin suscribir obligaciones permanentes. Elías bor­dea más tarde los círculos del viejo fourierismo y se convierte en soporte intelec­tual de los adheridos a las cooperativas de producción. Lo mismo Elías que Elíseo se interesan, después de 1860, en la acti­vidad clandestina de la organización re­volucionaria de Blanqui sin dejarse ab­sorber ni dirigir por Blanqui. Se prestan de buen agrado a pertenecer a la asocia­ción secreta de Bakunin, puesto que pro­fesan hace tiempo las doctrinas de éste, y llevan al seno de aquella asociación elementos de solvencia. En 1868-1869, los hermanos Reclus sienten limitada su in­dependencia a pesar de vivir en un me­dio amplio y tolerante con Bakunin y sus amigos, separándose sin rencor, llamán­dose Eliseo respecto de Bakunin hermano independiente. Como hermano indepen­diente se produjo con todos, incluso con los republicanos militantes de Francia, a los que apoyó en 1870. En la Comuna se alistó entre los combatientes sin darse no­toriedad, compartiendo los peligros co­munes y el destino de los vencidos, de los prisioneros, tratados tan cruelmente en 1871 y 1872. En la Internacional perma­neció con el mismo espíritu de las peque­ñas secciones próximas al lago de Gine­bra y en los grupos editores de publica­ciones como “Le Travailleur” y “Le Révolté. Igual rendimiento generoso y útil dio en la preparación de Congresos y en el movimiento anarquista internacio­nal cuando vivía en Clarens (Suiza) o bien en los alrededores de París o en Bru­selas. Apoyó discretamente toda buena causa y estuvo al corriente de todo, pero no gustaba de participar en la vida de comités, comisiones y delegaciones ni en equipos de oratoria; en pocas palabras, no gustaba de inmiscuirse en ese aparato de cierto carácter gubernamental que toda organización, incluso la anarquista quiere darse. No digo que sea absolutamente inútil hacerlo, como no ignoro tampoco que en toda organización formal hay individualidades preponderantes con mayor influencia sobre aquélla que los que ostentan cargos conferidos de manera regular y normal. Reclus no era amigo de cargos ni tampoco de notoriedad, y sin embargo nunca dejó de apoyar 1a buena causa. Es una cuestión de tacto hacerlo bien, y Eliseo tenía la delicadeza libertaria de animar a todos y de laborar, esfumándose al mismo tiempo y haciéndose invisible. Estuviera lejos o cerca, el buen efecto se producía ejemplarmente y cada cual hacía todo lo que podía. Soy poco apto para ampliar estas consideraciones basándome únicamente en ciertas consideraciones personales y sirviéndome de algunos relatos hechos por camaradas que estuvieron presentes. Sabía inspirar la alegría del trabajo, la confianza, sabía suscitar el placer de la emulación y del desinterés, la persistencia del bien. Por ello creo que el término  humanista califica más acertadamente que otro al anarquismo de Reclus. Había en su actividad la mejor buena voluntad, de respeto, de labor desinteresada, ausencia de elemento retórico o sutilmente coactivo.

Podrá objetarse que las condiciones en que se desarrolla la propaganda, su misma extensión y vehemencia, atributos a veces primitivos y precarios de ella, no pueden ser del todo compatibles con aquella solicitud y cuidadosa mira que se requiere; podrá objetarse que en ocasiones hay que proceder con dureza, con brusquedad, perentoriamente. Respecto a esta consideración admito que los hombres sean hoy más rudos, rutinarios y recelosos o menos ingenuos porque su vida anterior, al contacto con una propaganda, les hace así, como no eran hace 50 años en tiempos de Reclus, que murió el 4 de julio de 1905, pero es evidente hacen falta mutatis mutandis, poco más o menos, procedimientos verdaderamente libres y humanos como los de Reclus. Si ha de haber renuevos libertarios Europa  -los hay en España, siendo débiles en otras partes, evaporándose prontamente el rocío libertario en el ancho desierto de la autoridad- será preciso que haya mucho de ese anarquismo ético y humano tan bien representado por Elíseo Reclus, anarquismo nuevo y bello de forma a la vez que fortier in re (fuerte en el fondo de sí mismo). Reclus fue hombre de libros, en efecto, pero en el año 1849, en 1851 en 1871 estaba dispuesto a batirse revolucionariamente, y fue detenido fusil en mano en abril de 1871. Reclus era hombre que, cuando otros dudaban, salió en defensa de los que estaban más expuestos por defender las ideas anarquistas. Si la juventud de nuestro tiempo no conoce a Reclus, peor para ella, porque ella es la que pierde. Hay una obra de Reclus de 1897 “L’Evolution, la révolution et l’idéal anarchiste”, que es tal vez la expresión más bella del anarquismo humanista de nuestro Reclus, el amigo de todos.

Notas

(1)   1.- Este trabajo fue escrito en Barcelona du-e la II República española, con destino a Revista Blanca». (N.D.L.R.)

 

 

 

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