José Luis García Rúa

“Luis está muy malo, querría verte”. Me planté en Málaga lo antes que pude, me dirigí al Carlos Haya y pregunté por él en información. Allí estaba, postrado en la cama, sus ojos siempre inquietos detrás de las gafas. “Cómo estás, Luis?”.  “Ya puedes ver, compañero, cáncer. Pedí hablar contigo porque esto va rápido y quería comentarte algunas cosas y ver si yo podría salir de aquí. Es necesario que vaya a Francia. Un mes, sólo necesito un mes. Es muy importante para la Organización….”. Y me puso al corriente de situaciones de Málaga, de planes, de cosas en marcha. Hablé con el médico. No tendría fuerzas ni para levantarse; no le quedaba mucho tiempo respirando. “Ese compañero de usted es prodigioso: sabe, desde el mismo día que entró aquí, lo que tiene y no dejó de hablar ni un momento de sus ideas sociales. Con su humanidad, tiene un modo especial de convencer, sabe interesar y atraer al diálogo, siempre desde situaciones concretas y presentes, para buscar la generalización y la necesidad de compromiso. Ni siquiera en el propio quirófano dejó de hablar de la vida y de la muerte y de cómo hay que buscar el cambio radical de la marcha del mundo. Se ha metido a medio hospital en el bolsillo, y un buen número de sanitarios han pedido, por él, el ingreso en la CNT…”.

Esto ocurría en el año 78. No mucho tiempo después, otros compañeros me mandaban la fotografía de la tumba confederal de Luis Gallego. Juan Castillo, igualmente, malagueño, procedía también del exilio. Era paciente escuchando y tenía la voz enérgica, compaginaba muy bien la vida de familia y la de Organización. Siempre acudió donde se le llamaba, organizó por sí solo un potente sindicato de transportes, y él fue el que, en el VI Congreso, sacó a la CNT del atasco, después de aquella noche sin dormir, conocida confederalmente como “la noche de cuchillos largos”, en la que los reformistas de la segunda escisión querían forzar su trampa hasta hacer, a la fuerza, que la Organización tragase la aceptación de las elecciones sindicales. A las 10 de la mañana, Juan, con su potente voz, hizo la “proposición incidental” de aplazar la discusión sobre el tema a una segunda parte monográfica del Congreso, en el plazo de tres meses. Esta parte habría de realizarse en Torrejón de Ardoz, en abril de 1983. En ella, patente ya su trampa, los reformistas de la segunda escisión de la CNT posfranquista resultarían aplastantemente derrotados. Unos diez años más tarde, Juan fue diagnosticado de un tumor cerebral. Se le operó de forma que, sin curarle, se le privó definitivamente del habla, pero, de una manera que, al menos las primeras semanas, él no era, o parecía no querer ser consciente de ello. Pienso que fue una suerte para él que no durara mucho tiempo en vida. Oía y entendía y hablaba sin voz por más que él se esforzaba en hacer todos los movimientos fisiológicos para la fonación y modulación vocálica. Como la habitación del hospital no era privada y concurrían las visitas de familiares de varios enfermos, era de un patetismo punzante hablar con Juan, contarle cosas y verle “hablar” a él sin voz alguna, dirigiéndose a nosotros y a toda la concurrencia, acompañándose de gestos de la mano como si se estuviera dirigiendo a una asamblea….

Fueron varios, muchos los buenos compañeros “viejos” de aquella Málaga de los setenta-ochenta. Se me vienen, especialmente, a la memoria dos: Luis Porta porque fue generoso aportador de fondos para la Confederación y el que ideó y promovió el que yo pienso que fue el mejor llavero de la CNT, ese que, en el anverso, lleva la bandera rojinegra con nuestras siglas y las de nuestra Internacional, y en el reverso, en ligero relieve azul verdoso, el Guernika de Picasso. Con él, conservo también buena memoria de Miguel Ríos Monfrino, alias “Olaya”, aparte de por su buen hacer confederal, sobre todo porque supo ver, con mucha antelación, algo de lo que otros sólo fuimos conscientes transcurrido algún tiempo y sufridas amargas experiencias. En diciembre de 1995,  el VIII Congreso confederal en Granada decidió, tras duro debate, suprimir los sindicatos de jubilados y que éstos pasasen a integrarse en sus respectivos sindicatos de ramo, y Olaya, miembro del sindicato de jubilados de Málaga, decidió, por ello, dejar, físicamente, la CNT. Muchos, que defendimos la persistencia de los sindicatos de jubilados, hicimos entonces tal defensa con la argumentación, por otro lado perfectamente correcta, de que los jubilados tienen problemas específicos como tales que requieren un sindicato para su defensa, pero Olaya veía más allá: para él, se trataba, solapadamente, de un ataque directo a los que otros tenían por defensores incondicionales de las esencias tradicionales del anarcosindicalismo. En el decurso posterior de la Confederación, y por parte de algunos portadores del carnet confederal, se fueron dando propuestas semejantes, buscadoras del mismo o parecido fin que fueron averando y avalando como razonable, no su decisión de abandono, pero sí la prematura y certera visión de Olaya….

Por toda Andalucía fui conociendo un reguero de hombres y mujeres admirables, gentes tan de otra época, si la referencia es el presente, que casi podrían decirse de otra galaxia. Es casi obsceno citar nombres concretos porque siempre serán legión los injustamente innominados. No obstante, y para que no parezca que estamos hablando de entes abstractos, puramente imaginados, sí se hace necesaria la mención concreta, aunque con la salvedad previamente expresada…Es así como me vienen a la cabeza Antonio de Bujalance, Juan de Párraga y Lozano de Córdoba, Andrés García de Fernán Nuñez, Ildefonso de Jaén, Ángel González de La Línea, José Castro Bartuf de Sevilla, entre tantos otros, como el inolvidable León, librero de viejo y expositor magnifico de las ideas ácratas; Miguel Biurrun y el entrañable Juan López, de Cádiz. Y, con ellos, el a ratos pintoresco, a ratos patético y siempre admirable Manolo Rodríguez,”el Santero”, de Sanlúcar. Este quizá merezca un comentario aparte por lo que su caso pudiera servir de enseñanza para clarificar el análisis en circunstancias parecidas. Tenía Manolo unas tierras, llegadas a él por familia, que trabajaba de forma autónoma y con una dedicación exquisita, y era para él motivo de orgullo enseñárselas a los amigos cuidadas, limpias, productivas. En cuanto pudo y siguiendo, dentro de las circunstancias, la enseñanza confederal de las colectivizaciones, montó, a nivel local, una cooperativa de consumo que permitía asegurar al pequeño campesinado autónomo la colocación de sus productos, hurtándose a la codicia de la especulación comercial y beneficiando, a la vez, al pueblo consumidor. A mí me trasmitió, en repetidas ocasiones, su idea: extender esa forma de actuación cooperativa a nivel nacional, organizando a todo el campesinado confederal y los autónomos que quisieran sumarse, adquiriendo una suficiente flota de camiones y utilizando la estructura de la CNT como canal de distribución. Todo el pueblo confederal dispondría, de esta manera, directamente, de una cooperativa de consumo, con los precios considerablemente rebajados respecto del comercio común, y con posibilidad de trasmitir, también directamente, cualquier tipo de queja o sugestión a los productores.. Era su gran idea, su acariciado sueño. Manolo, activo hasta el final, cayó enfermo de una dolencia cardiaca que le retuvo en cama. Supe de ello y viajé a Sanlúcar a verlo. No me fue posible: su mujer me dijo que estaba durmiendo, que no convenía inquietarle…De nada me sirvió decirle que mi visita tenía la intención justamente contraria a la de inquietarle y sí más bien la de llevarle tranquilidad…En fin, vuelta al macho y rápido a Granada. Compañeros de allí, de Sanlúcar, que habían tenido más suerte, me comunicaron que Manolo quería verme, y volví a hacer el viaje esa vez y otra más. Mismo resultado siempre: la mujer erre que erre con lo de “ponerle nervioso”. No mucho más tarde supe de su muerte y siempre tuve la convicción moral de que Manolo había muerto más intranquilo y más a disgusto, precisamente por no haberme podido comunicar lo que quería, y, lo peor, creyendo, quizá, que yo no había querido ir a verlo.

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Si antes dije que el caso del “Santero” pudiera, quizá, ilustrar el caso de compañeros en situaciones, de algún modo, similares, lo hice refiriéndome, en general, al rol de la mujer-compañera de compañero. Por motivos que la propia sociedad actual impone, aquélla suele cumplir el papel conservador de, en su intención, tratar de salvar para la familia lo que el proceder de su compañero está poniendo, constantemente, en riesgo. En determinados límites, ello puede resultar beneficioso hasta para el propio compañero. Pero, con suma facilidad y frecuencia, esos límites son transgredidos por compañeras de compañeros, de forma que éstos, también con suma frecuencia, resultan muy moralmente afectados de tales comportamientos. Esto me trae a la memoria el caso de “Torrente”. Era éste un “viejo” que, en los años setenta ya rebasaba los setenta de su propia edad, y le llamábamos “Torrente” porque, en nuestras asambleas extra locales, nos anunciamos para el uso de la palabra nombrando la localidad a la que pertenecemos, y él era de Torrente. Era un “viejo” maravilloso que iba, andando, con su cachaba y un bocadillo en la bolsa, a los lugares más lejanos donde algo confederal le convocaba. Era muy grato oír su voz en la asamblea: “¡Aquí, Torrente!”. Estaba en edad más bien de ser cuidado y llevaba bastante tiempo emparejado con una mujer bastante más joven que él, la cual, cansada de las andanzas confederales de su compañero, le dijo un día, conminativamente: “Fulano, (nunca supe su nombre de pila) estoy hasta los mismísimos. O la CNT o yo”. La cosa del mayor no debió de haber sido fácil, a pesar de lo cual. “Torrente” lo tuvo instantánea y meridianamente claro: Siguió con la cachaba, el bocadillo y el camino, camino de algún encuentro de confederados. La biología no perdona: virus, bacterias, cánceres, degeneraciones celulares, necrosis…están ahí para algo. Pasada la mitad de los ochenta ya no se oía su voz en las asambleas. Pero tampoco fue a pedir árnica a aquella acompañante que le había puesto en la disyuntiva…Seguramente se lo tragó alguno de sus familiares caminos…

Entre compañeras de compañeros hubo y hay de todo. En el polo opuesto al de la compañera de “Torrente”, recuerdo, por ejemplo, a Amparo, la compañera del gran confederal José María Martínez, el precursor de la idea de “alianza revolucionaria” que él pondría en práctica en “el 34 asturiano” y que la Organización culminaría en el Congreso de Zaragoza del año 36. Entre los años sesenta y setenta, tuvimos algún encuentro confederal semiclandestino en casa de Armonía, hija de José María, en presencia de su madre que vivía con ella, y, en una ocasión, habiendo terciado el tema de la solidaridad y las dificultades económicas, Amparo nos contaba que, un cierto día de los tantos lluviosos que se dan en Gijón, José María Martínez se había presentado en casa de alpargatas, recién salido de la cárcel de El Coto, de la que era frecuentísimo pupilo. Tras la pequeña y cariñosa riña por aquella forma de calzado, Amparo hurgó rápida en sus escasos y trabajados ahorrillos y salió disparada a comprarle unas botas a su compañero, pues, en la casa, no había ninguna clase de calzado supletorio. La tarde siguió lluviosa y José María se fue con sus botas flamantes a la Casa del Pueblo, de donde volvió, ya bien entrada la noche, pero otra vez de alpargatas. La riña ahora ya fue un poco más subida de tono, casi bronca. José María le puso la mano en el hombro a su compañera, tratando de calmarla, y, como queriendo hacerse perdonar, le dijo tranquilo: “Otro las necesitaba más que yo”.

De la Asturias libertaria viénenme también al recuerdo, por haber tratado más con ellos, otros nombres de esos esforzados “mayores”: Francisco Carmena era andaluz, de Posadas de Córdoba, había recibido varios balazos de la Guardia Civil en un paso clandestino de los Pirineos y, después, había sido cogido prisionero. A Gijón había venido con la reindustrialización asturiana de finales de los años cincuenta. Yo lo conocí con motivo de una escuela obrera y un centro cultural que habíamos promovido en Gijón y que jugaron un papel de primer orden en los movimientos huelguísticos y sociales de la Asturias de los sesenta y setenta. Había actuado en clandestinidad, pero a mí no se me averó como confederal hasta la muerte del dictador. Fue siempre consecuente con los principios libertarios y, desde el año 80, luchó con denuedo contra los reformistas que rompieron la Organización y que hoy constituyen la CGT. Fue también un entusiasta de la poesía, en la que suplía su carencia de conocimientos normativos con la frescura de una voz sincera y limpia… Pelayo Cifuentes, había sido tesorero de la Regional de Asturias, León y Palencia antes del levantamiento militar del 36 y, en ese cargo, contaba cosas muy chuscas, como que, en los viajes orgánicos que se hacían y en los que él participaba, él y algún otro urgían la rapidez en el viaje de vuelta, para cumplir el regreso antes de la hora de la cena y ahorrarle así unos dineros a la Organización, mientras que algún otro cargo de mayores atribuciones estaba por lo contrario. Conoció a Durruti y estuvo, junto con éste, en Trobajo del Camino (León), en el velatorio del padre del confederal leonés, quien, en tal circunstancia, le contó cómo, durante un atraco a un banco en Buenos Aires, un guardia montado a caballo irrumpió súbitamente en el banco esgrimiendo una pistola, y cómo el desenlace mortal que tuvo aquella comprometida situación no pudo ser de otra manera. También actuó en clandestinidad y se vino, después de la “transición”, bastante abajo cuando murió su mujer, una menuda y entrañable criatura que le había acompañado toda su larga y peligrosa vida, sin haber pasado ni haber pretendido pasar por ninguna iglesia ni por oficina administrativa ninguna en busca de “papeles”.

“Llamaron a la puerta, vete a abrir. Debe de ser Quilo porque ya huele a ajo desde aquí”. En efecto, era Quilo, Aquilino Moral, viejo confederal “seleccionado” de la Duro Felguera por aquella huelga de siete meses, la “huelgona”, de la Duro que también había dejado “seleccionado” a José María Martínez. Como tantos viejos confederales, era un vegetariano convencido y fiel al ajo desde joven. Para mí, que inicié la lucha clandestina a finales del 58 y por una vía independiente y plataformista, Quilo fue el primer contacto confederal organizativo que tuve. Venía a mí con una simbólica tarjeta de presentación indiscutible: había sido compañero y correligionario de mi padre. Ambos eran confederales y, los dos, seguidores de la izquierda comunista de Andrés Nin. Fueron marxistas convencidos en la Confederación, y ellos fueron los fundadores, el año 35, del POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista) asturiano. Se les tuvo falsamente por trotskistas. Trotski fue contrario a la creación del POUM, como se refleja en la polémica que, sobre el tema, mantuvo con Andrés Nin. Trotski proclamaba la necesidad primaria del Partido por encima de todo. Yo, que cumplí los trece años en 1936, un mes antes de que mataran a mi padre en el monte Naranco durante el primer ataque a Oviedo, siempre le oí decir en conversaciones con correligionarios: “primero, el Sindicato, luego, el Partido”. Quizá por eso y por su lucha efectiva y permanente, los compañeros confederales le nombraron a él, Emilio García, junto con Segundo Blanco, delegado de los sindicatos cenetistas de la Construcción de Asturias a los Congresos de Madrid, en el 31, y de Zaragoza, en el 36. Quilo, después de haber cumplido la pena de prisión asignada tras octubre del 37, fue permanentemente activo en la lucha confederal clandestina, lo que no le impedía mantener contactos epistolares con el POUM en el exterior, para el que escribía en La Batalla, editada en París, con el seudónimo de “Mario”. Aquilino Moral me proveía de propaganda de la CNT y canalizaba algún escrito mío que los órganos clandestinos confederales difundían, y ésta fue la vía por la que yo me adherí orgánicamente a la Confederación.

Del ámbito minero procedía otro gran confederal, José Manuel Cabricano, alias “El Barracu”, compañero íntimo de clandestinidad con Quilo. Había participado también en la revolución de octubre del 34, y me contaba que los socialistas, tras el desembarco del “Turquesa” en San Esteban de Pravia, y, en procedencia clandestina, también tras los alijos que se hacían desde la fábrica de armas de La Vega, en Oviedo, disponían de numerosas armas largas, mientras que, en el terreno confederal, no dejaban de abundar las pistolas y escopetas, pero apenas algún máuser, mosquetón o tercerola. De estos últimos llegaron al campo confederal y en cantidades determinadas, siempre escasas, a partir de donaciones secretas de socialistas que simpatizaban con el ideal libertario y, en bastantes ocasiones, tras la compra de ellas, también secreta, a socialistas de pocos escrúpulos. Tanto Quilo como Cabricano fueron, en el 34, primeros actores de la implantación del comunismo libertario en La Felguera. En clandestinidad, mantuvieron una línea estricta de no colaboración política y se enfrentaron tajantemente a aquellos que, desde el campo confederal (en términos nominativos), se encuadraban como “enlaces” y cargos sindicales de la CNS, el Sindicato Vertical franquista. Este era el motivo de su querella permanente con “El Pipu”, un felguerino que, en la prensa del Régimen, alardeaba de anarquista y de tener pistola. Era éste un afín a “Frente Libertario”, el grupo exterior que, en 1945, se había separado de la mayoría, en la que se encuadraban Esgleas y Montseny. Ese grupo que, sólo orgánicamente, se había “unificado” con el otro mayoritario, en el 61, fue siempre partidario de la permeabilización del Vertical, y sus ocultos dirigentes mantuvieron, más o menos esporádicamente, un tanteo de negociación con los gerifaltes “verticales” que culminó en el pacto “cincopuntista” de 1965. A propósito de esto, pienso que hay una cosa que aclarar. Leí, no hace mucho, un buen artículo en nuestra prensa confederal (creo que en “la Soli” o acaso en “Orto”) sobre la forma organizativa de la lucha clandestina libertaria en ciertas etapas del franquismo, y se aludía en él al “cincopuntismo” para aclarar que, expresamente para la preparación interna de ese pacto, había venido de Paris un destacadísimo miembro de “Frente Libertario” y que la delegación asturiana había votado contra el pacto. Pues bien, esto no es del todo verdad. Cabricano y Aquilino Moral me contaron, con pruebas, la realidad de lo sucedido. En efecto, los delegados asturianos llevaban el mandato imperativo de votar en contra, y en la primera votación se rechazó, precisamente por ese voto en contra, el pacto cincopuntista. Entonces, el destacado miembro de “Frente Libertario”, venido de París, pidió un receso y hablar en privado con los delegados asturianos para convencerles de que simplemente con su abstención ya salía el pacto adelante, y que ello no significaba para ellos votar a favor. Duró mucho tiempo el parlamento y mucho el rechinar de dientes. A los delegados asturianos les llevaban los demonios. Se les pedía una de las cosas más graves que se puede pedir a un confederal, traicionar un mandato de la Organización. Se les dijo que la situación era extraordinaria y que el enfrentamiento interior sería nefasto para la existencia de la Confederación… Se les puso delante la “buena fe”, la “confederalidad probada” y la “historia” del que intercedía… Con una “terrible mala conciencia” accedieron a la abstención y el “cincopuntismo” salió adelante. A Quilo y a Cabricano todavía se les humedecían los ojos al hacerme este relato y mostrarme sus papeles.

En mis pasos y estancias en Madrid tuve trato con una gente mayor maravillosa. La CNT se les había metido dentro desde chavales y nadie consiguió sacársela de las entrañas por más calamidades y jugarretas que la vida les deparó. Ni mi memoria ni el espacio de que dispongo alcanzarían a hacer justicia a todos con los que conviví: los innominados y animosos viejos confederales que orientaban los sindicatos de Químicas y del Metal, la sencillez paisana de Mauricio de Moratalaz, hacendoso siempre, prudente y callado hasta que, en algún momento, alguna interna tropelía anticonfederal le hacía salir repentinamente toda la sonora energía que su larga experiencia confederal mantenía oculta en él. Los “viejos” del sindicato de jubilados, siempre con alguna tarea útil a la Organización, siempre prestos a recordar circunstancias de la historia confederal que sirvieran para sacar de algún atolladero a militantes con menos experiencia de lucha libertaria. Entre ellos, un nombre incompleto, Pepe “el Sordo”, procedente de Motril, con experiencia de guerra y organización de retaguardia, sencillo y abierto pero muy firme en sus convicciones, humano, alegre y conversador, gustaba de invitar a torreznos en un local de la calle Goya… Con Fidel Gorrón tuve trato personal y orgánico también por ser él, entonces, Secretario General de la AIT. Militaba en el sindicato de la Construcción y había tenido una experiencia de clandestinidad, en la que, seguramente, no marchó siempre con pie igual, cosa, por otro lado, nada extraña, pues no siempre es fácil evitar algún desliz cuando se quiere jugar, de buena fe, un papel de intermediación que facilita una proclividad más o menos acusada a la ambigüedad. Esto, pienso, es lo que le sucedió a su actuación en el “Congreso” de Lyon de 1961, cuando forzó la unión morganática de los dos sectores exteriores separados desde 1945. Y pienso que todavía algo parecido cruzó por su cabeza cuando, en un Pleno Nacional de Regionales en 1987, estando la Organización en pleno litigio con los escindidos por la usurpación de las siglas, él, en su intervención, afirmó que había dos CNTs, lo que hizo que el Pleno en pleno se le echara encima. El mal sabor de boca que esto había dejado, fue, sin duda, causa de que, en el Congreso de la AIT de 1988, en Burdeos, en el que dimitía como Secretario General, se le tratara con un despego manifiesto, quizá desproporcionado con su desliz, que, ciertamente, había sido grave. Finalizando el 89 o quizá en principios del 90, alguien me habló de que Fidel estaba enfermo, y me pidió que fuera a visitarle a casa, cosa que hice. Tenía el pecho, de arriba abajo, literalmente mal cosido con grapas. Yo le hablé con afabilidad, pero su rostro estaba marcado por una profunda tristeza y amargura.

Pedro Barrios es otro de aquellos confederales madrileños de las generaciones anteriores que me ilustraron con su trato y me enriquecieron con sus experiencias, propuestas y acciones. En los momentos más convulsos de la Organización, supo contarse entre los que constituyeron un dique inexpugnable frente a las embestidas que el reformismo escisionista, con el apoyo oficial del ucedismo, primero, del socialismo gobernante, después, y de los medios de ofuscación de masas, siempre, lanzó, a lo largo de todos los años ochenta, contra las estructuras y principios confederales. Tuvo una actividad decisoria en la clandestinidad del último tercio del franquismo, junto con Juan Gómez Casas, y de esto me excuso de hablar porque está sobradamente bien descrito en los libros y trabajos de este último. Juan Gómez Casas fue, para mí, sin duda, el hombre de la Confederación con quien yo más congenié en ideas, pero sobre todo en la sensibilidad interna de valoración de las ideas, las personas y las cosas. La CNT restaurada de la “transición” es impensable sin él. Si, como es realidad, ciertos hombres y mujeres fueron salvadores de los principios confederales en el exilio exterior, Juan cumplió el mismo papel para la renaciente CNT de toda España. Su acción física, intelectual y moral fueron fundamentales y básicas en la constitución de ese valladar tras del cual la CNT se reencontró consigo misma. Profundamente enamorado de Mari, su mujer, y adorador de su hija, constituían una familia envidiable. Yo mantuve con él una comunicación casi constante y dormí muchas veces en su casa de Aluche (Illescas, 90). Recuerdo la angustia que sufrí cuando, en alguna asamblea confederal, creí advertir en él los efectos de alguna incipiente y terrible enfermedad. El mismo, consciente de la amenaza, ya incipientemente, física del Alzeimer  rechazó razonadamente todos los cargos orgánicos para los que fue, últimamente, propuesto. De no haber sido por la enfermedad, él habría sido el primer Director de la Fundación Anselmo Lorenzo, como había sido el primer Secretario General de la CNT restaurada. El último abrazo que le di, a él y a Mari, fue en el Ateneo de Madrid. Lo demás lo fui sabiendo por otros.

Francisco San Gil, “el Chato”, “el Chatillo”, fue otro de aquellos cenetistas madrileños que me llenaron de cariño, de saber y de seguridad en el Foro de entonces. Faísta de siempre, fue, desde mozo, un hombre de acción. Ya en plena guerra, fue, a los diecisiete años, los ojos y los oídos de la Confederación ante el general Rojo, de quien constituía una especie de ayudante. Desde entonces ya, y en adelante, conoció siempre todos los entresijos de la Organización y dondequiera era menester una acción enérgica en defensa de la Confederación, allí estaba él. María, su querida gallega, veía por sus ojos, y, en el barrio del Lavapiés donde vivía (calle Doctor Fourquet) era un referente tan vivo y cotidiano que me imagino que, cuando murió, todo el barrio debió de haber sentido que algo muy suyo le faltaba. Así ocurrió también en la Organización madrileña y en mí, especialmente.

            Otra gran figura de la Confederación madrileña de entonces fue Abrahám Guillen, y lo recuerdo, no solo por la valiosa aportación analítica que allegó al campo libertario, sino también por un cierto especial dramatismo de su muerte. Abrahám había sido comisario de la 14 División y del IV Cuerpo de Ejército en la Guerra Civil (creo que con Cipriano Mera) y formó, durante el franquismo, parte del IV Comité Nacional clandestino de la CNT, a ratos con el nombre de guerra de José Moratilla. Tras pasar por las consabidas cárceles, escapó a Latinoamérica (Colombia, Argentina, Uruguay, Venezuela…) donde tuvo una intensa actividad, al margen del circuito libertario, como investigador y analítico político-social y como revolucionario práctico. Por lo primero y sin llegar a ser nunca marxista, tuvo en cuenta, junto a otras, las aportaciones de Marx a la investigación anticapitalista del campo económico. El reflejo de ello en el lenguaje le hizo motivo de prevención en el ámbito confederal. A mí se me acercó en el Comité Nacional en 1987, y yo creo haberle servido de pasadizo de entrada al campo de la Confederación. Estoy convencido de que, con ello, se recuperó para el campo libertario una notable aportación teórica de la que se estaba necesitado. Como revolucionario práctico, fue el fundador del grupo de los Tupamaros, en Uruguay, y el creador de la novedosa estrategia de la guerrilla urbana. Como estratega teórico, en este campo, sus aportaciones le ponen por encima del indochino general Giap y del propio Ernesto Che Guevara. El cáncer lo pilló en los noventa del siglo y tuvo un viacrucis de operaciones. Coincidiendo en Madrid con Iñaqui, de Bilbao, y otros compañeros, fuimos a verle a su casa, en aquella bajada al Lavapiés (Olivar, 4). Su mujer, Mari también, su compañera de andanzas y fatigas, nos condujo a su cuarto. Allí estaba echado, delgado, frente amplia y blanca y los ojos, vivos todavía. “Compañeros, me llegó la hora, las espicho…”. No hablamos largo rato, le invadía la fatiga. A punto de despedirnos, nos pidió “dadme un beso”. Todos le besamos en la frente. Ya en trance de retirarnos, hizo ademán de levantar un poco su mano, nos fue mirando a todos y nos dijo, con una voz que quería ser un grito y era ya sólo un susurro: “No olvidéis la revolución”…          Con el Exterior tuve un contacto bastante tardío. A comienzos de los años setenta, empezaron a tomar contacto con nosotros, que éramos el grupo más joven adherido a la Organización clandestina asturiana en los sesenta, representantes de los dos sectores del Exterior separados en 1945 y morganáticamente reunificados en el 61. A los dos les contestamos que ignorábamos con exactitud los motivos de la escisión, y que, en esas circunstancias, no podíamos decantarnos por ninguno. Añadíamos que la CNT era un gran río y que los grupos auténticamente confederales tenían que terminar confluyendo en él. De “Frente Libertario”, nos visitaba más abiertamente Sión, de La Felguera, quien, como persona, me pareció siempre un hombre excelente, y del sector de Toulouse, mayoritario, lo hizo, en una recóndita montaña de la Cuenca Minera, Antonio Navarro, “el Zapatero”, de Hospitalet de Llobregat, con quien, más tarde, en la época ya de la “transición” tendría un contacto más frecuente y regular, no sólo orgánico sino de amistad…

            En el año 76, las cosas, respecto a la confederalidad de cada uno, se fueron poniendo cada vez más claras para aquellos que habíamos accedido a la vida interna de la CNT en los sesenta. Quién era un revolucionario y quién un puro reformista no ofrecía ya ninguna duda. Contactos directos con el Exterior los tuve ya desde1977, año en el que participé, en abril, en el mitin de la Mutualité de París, en festejo del renacimiento de la CNT en España y su contacto con el exilio, y, en julio de ese año, en Toulouse, en conmemoración de la Revolución española (19 de julio). Y, en esos contactos, empecé a conocer la valía de aquellas gentes que habían luchado en el maquis, sufrido los campos y la represión nazis o militado en la lucha subterránea por el movimiento vivo de la Organización, vidas enteras que, dedicadas a ello, apenas si habían dejado un resquicio de vida privada a sus militantes.

 

Continúa…

 

 

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