Xavier Díez
Desde las Navidades, ya me ha pasado dos veces. Como usuario habitual del tren, dado que me paso media vida viajando de Girona a Barcelona, llega el momento en el que éste se detiene y una voz de la megafonía anuncia que alguien acaba de emular el gesto de Anna Karerina y se acaba de lanzar bajo las ruedas de la locomotora. La última vez, diez minutos antes de que llegara corriendo a la estación, se arrojó delante de todo el mundo. Hace unos días, un colega de Tarragona llegó dos horas tarde a la reunión quincenal por este mismo motivo. Por discreción, prevención, o vayan a saber por qué, estos hechos no suelen trascender más allá de conversaciones privadas. Sin embargo, el fenómeno empieza a parecerse a una pandemia.
La situación es grave y trágica. Y por mucho que lo traten de ocultar, es evidente que tiene una clara conexión con las decisiones económicas tomadas por nuestra clase política en contra y a costa de frágiles ciudadanos. Las vidas de millones de personas han quedado destrozadas. No hablo de teoría o elucubraciones teóricas. Entre mis círculos conozco unas cuantas personas que se han quedado sin casa y con una deuda, prácticamente, para toda la eternidad. Conozco hombres relativamente jóvenes que viven en la invisible clandestinidad económica, la que les empuja a trabajar en negro para evitar que el banco les incaute cualquier ingreso que puedan obtener para saldar deudas. Conozco gente mayor que ya saben que no volverán a tener un trabajo ni una vida decente, y jóvenes brillantes sin perspectivas. No hablo de estadísticas, sino de nombres y apellidos. Y entre todos estos, hay algunos que optan por dimitir, entre la escandalosa indiferencia de la clase política y la complicidad, por omisión, de la ciudadanía. No es el único episodio de este estilo. En la larga decadencia del sistema comunista, en la antigua RDA, las autoridades encarcelaban a los intelectuales que se atrevían a hablar del tema. Los suicidios en la descomposición de la URSS llegaron a ser una plaga. También en los primeros años de nuestra postguerra, durante el franquismo más genuino, mucha gente buscaba una salida para no tener que soportar tanto dolor.
Desde hace algunos meses, también todos hemos quedado afectados por las duras imágenes de los refugiados sirios. Adquirimos conciencia de que sus vidas han quedado devastadas. Huyen de una guerra, pero sobre todo de unos hombres armados que pretenden engrandecer su imperio sobre el miedo, las propiedades y las esperanzas de los antiguos habitantes. Impresiona el desfile de personas buscando seguridad, un techo, un trabajo y la esperanza de poder rehacer sus vidas. También reconforta la acción de numerosos voluntarios que tratan de aligerar su dolor.
Antagónicamente, aparecen imágenes de europeos reticentes, que perciben a los refugiados como una amenaza y una competencia por recursos decrecientes. El fantasma del fascismo y la xenofobia vuelan por encima de muchos países. Una parte de ciudadanos franceses, austriacos, británicos, húngaros, alemanes empiezan a apostar por opciones políticas que coloca a los fugitivos de la guerra en el punto de mira. Sería fácil acusarlos de racistas. Pero si indagamos un poco más, obviando la tentación de la etiqueta fácil, veremos que existe una especie de efecto espejo. Muchos europeos también se sienten, a su manera, refugiados. Lo han perdido todo o creen, de manera fundamentada, que lo van a perder. Se han quedado sin casa, sin trabajo, sin esperanzas. Ellos también tienen a un Estado Islámico que les ha robado el presente y el futuro. Partidarios de una presunta austeridad, como si fueran textos revelados, fanáticos como Schläube, Merkel o Montoro, la religión neoliberal practicada por la secta satánica del FMI han empujado a centenares de personas a las vías. Sin embargo, a diferencia de sirios o iraquíes, los precarios catalanes, los desahuciados españoles, los privatizados y humillados griegos no tienen la visualización de los refugiados sirios, ni un lugar donde buscar refugio, ni unos voluntarios que aligeren su desesperanza. Son refugiados invisibles e invisibilizados, sin perspectivas, parafraseando a Vassili Grossman, sin vida ni destino.