Xavier Díez

En 1967, Josep Maria Forn dirigió “La Piel Quemada”, una extraordinaria película que los críticos clasifican como neorrealista y que, sin embargo, es un retablo sobre la complejidad de la metamorfosis de un pueblo de costa, y cómo el turismo acaba transformando a una sociedad y los individuos que la componen. El pueblo es Lloret. El protagonista es un peón de albañil procedente de Andalucía que busca oportunidades. Y, si bien es cierto que las halla, también encuentra explotación. Los secundarios son una familia anclada en tradiciones rurales y relaciones sociales asimétricas que, si bien viven el impacto estético de los turistas, también debe reconstruir las relaciones con su entorno, unas extrañas interacciones que levantan muros invisibles y permeables de perplejidad mutua. En la otra orilla, el pueblo que se transforma en ciudad, cambia sin cambiar, se engorda más que crece.

Cincuenta años después, estalla el escándalo de un grupo hotelero que roba la electricidad al ayuntamiento como un simple estafador. Días después, también trasciende que los hoteles no pagaban impuestos municipales y que tenían montones de deudas con las administraciones públicas y negocios privados. Como cada vez que suceden cosas por el estilo, aparece información fragmentaria, declaraciones contradictorias, desmarques hipócritas al más puro estilo Capitán Renault en Casablanca, todo ello, levantando una espesa niebla de guerra. El gremio local turístico denuncia que el empresario responsable, un responsable sin rastro en internet y parapetado tras montañas de empresas pantalla y subcontratas de subcontratas, no formaba parte de la asociación. Existe cierto miedo a verse contaminado de quien aparece como culpable, y hay el deseo de buscar un chivo que pueda expiar las responsabilidades colectivas y de clase. Al fin y al cabo, Lloret, como otras muchas poblaciones turísticas, a pesar de la condición legal de ciudad, sigue siendo un pueblo donde todos se conocen y comparten secretos, genética, intereses, y probablemente más de un cadáver en los armarios. Cuesta de creer que nadie supiera qué pasaba. Estoy seguro que allá donde no funcionaba la constatación, accedía la imaginación. Se imponía una ley del silencio, porque casi todos eran pecadores. Probablemente la mayoría de hoteleros no eran tan descarados a la hora de cometer fraude contra los fondos públicos, ni tanta cara dura a la hora de ahorrarse impuestos, sin embargo, los abusos, la tolerancia implícita respecto a las pequeñas o grandes irregularidades, la idea de que las familias bien disponen de privilegios, de un derecho diferenciado respecto a los protagonistas de “La piel quemada”, está tatuada en la mentalidad colectiva, es ley no escrita en las relaciones interpersonales, es una ley inmoral escondida tras miles de excusas, interpretaciones, medias palabras o justificaciones inverosímiles.

Yo no dispongo de más información que los periodistas, ni que los investigadores que tratan de hacer justicia ante un caso claramente delictivo. Sin embargo, a mediados de los noventa trabajé como profesor en varios centros de Blanes, a solamente tres quilómetros del municipio de Lloret. En muchos aspectos, Blanes y Lloret podrían actuar como poblaciones gemelas que comparten bastante ADN: engorde rápido, sociologías duales, cierta tolerancia ante la irregularidad y el mangoneo, horas extras sin pagar, cambios sin cambiar. En una escuela, aquello que es invisible para la opinión pública es visible en la lógica cotidiana. Cuando conducía, a primera hora de la mañana, para dar clase, me cruzaba con autobuses repletos de críos que realizaban el trayecto inverso para pasar todo el día en las escuelas de élite de Girona, centros del Opus que segregan por sexo y clase social, y a quienes los padres no envían para que dispongan de una formación religiosa, sino porque aspiran a que sus hijos se relacionen con quien cortará el bacalao de la próxima generación, de crear un “sprit de corps” ante la diversidad que estalla cotidianamente en unos barrios periféricos formados sedimentariamente como guijarros de río, desplazados del sur y más allá.

Por arriba, cierta indiferencia oportunista. La gente bien, con la que se puede debatir, en algunos casos con cierto punto de sofisticación, trata de esquivar el desagradable asunto que explica haber conseguido su posición. Los del medio, quizá no tan cultos, han llegado arriba, como explicaba José Agustín Goytisolo, porque han sabido subirse sobre los demás, a base de horas extras no pagadas, horarios sin límites, deudas, excusas y de saber aprovecharse de las ventajas obtenidas no siempre de manera limpia. Los de abajo, a menudo idealizados por cínicos intelectuales de izquierda, nómadas de mil derrotas, desesperación de ejército de retirada, escépticos del idealismo ajeno y consumidores de fastfood mediáticos, suelen aceptar calladamente un orden injusto, las arbitrariedades de las que son víctimas, sublimadas a menudo en arbitrariedades entre iguales o en un discurso auto justificativo de la propia impotencia, dando las culpas a políticos, empleados públicos o a otros recién llegados como ellos fueron en el pasado.

El resultado: sociedades rotas, donde prospera la corrupción, el nepotismo, el mangoneo, el abuso entre quien tiene poder y quién no. El resultado, un paisaje destruido, no solamente el físico. La tolerancia respecto al vivo, mata.

Hace siglo y medio, Kropotkin, entonces un geógrafo y explorador al servicio del zar de las Rusias, viajó por Finlandia. En aquel país escandinavo, quien era entonces príncipe, experimentó su particular caída del caballo camino de Damasco y se convirtió en anarquista, porque vio que era posible si existía una sincera voluntad de establecer pactos sinceros de convivencia. Allá visitó diversos pueblos en que la corrupción era inexistente, porque el espíritu igualitario y moral de la sociedad lo impedía. De hecho, Finlandia, con una trayectoria histórica complicada y unas condiciones físicas y climáticas infinitamente más duras que las de Lloret, ha sabido construir una sociedad más justa y feliz por el hecho de haber escogido otro camino. En Lloret, un hotelero ha robado, y cientos habían callado, otorgando. Todo ello ha sido posible porque en el pueblo muchos lo han tolerado para, se supone, mantener una estúpida y precaria posición.

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