Miguel Celma

Aun   queriendo  obedecer  a  las   últimas  voluntades del fundador de la  Escuela Moderna, según las cuales, después de su muerte debería hablarse de su obra pero no de él, no resistimos a la tentación de hacerlo. Es muy difícil conocer la obra desconociendo al obrero. Ambos son inseparables, y como la de Francisco Ferrer Guardia es inmortal, im­perecedera será también su memoria.

En Ferrer concurren dos motivos, dos cualidades, que nos obligan a recordarlo y tenerlo presente en nuestra mente: su augusta y sublime causa y su fin doloroso e irresistible.

Cuando de niños inquiríamos a nuestros maestros de es­cuela, sobre el Ferrer del que vagamente y de tanto en tanto se hablaba en la calle, éstos, oficiales, y no maes­tros, que eran de la escuela también oficial, no lanza­ban improperios contra el mártir, pero tampoco daban explicación alguna que satisficiera nuestras inquietu­des, cosa que contribuía a avivarlas y a incitar nuestra curiosidad.

No había manera de saber nada sobre Ferrer Guar­dia. Sin embargo, dado su caso, ¿cómo era posible que los maestros lo ignorasen si todo el mundo sabía que los burgueses, el clero y la batería andante se habían mo­vilizado el año 1909, yendo de puerta en puerta, requi­riendo firmas para reclamar la ejecución del prisionero en caso de que fuese indultado? El silencio con el que se nos respondía irritaba más nuestra inquietud, pero nada conseguíamos. Del pueblo, porque temían o duda­ban, de los maestros porque no se atrevían.

Hubimos de aguardar a que el año 1931, los campesi­nos y obreros del bajo Aragón se organizaran, en sindi­catos unos, en círculos republicanos otros, para que se contestase a nuestras preguntas y saciar nuestra sed de saber. En efecto, la primera conferencia que oí en torno a Francisco Ferrer fue hecha por un obrero albañil, Pascual Asensio, (muerto en 1938 en los combates del Ebro) espiritualmente discípulo de Ferrer.

Recordando la conferencia de Asensio y releyendo hoy lo escrito sobre la vida, la obra y el martirio de Ferrer Guardia, no podemos por menos que declarar cuan excepcional encontramos a este hombre, precursor, após­tol de la razón y de la injusticia social y humana, ideal que defendió con entereza aun a trueque de pagar con la vida.

Repasando lo que de él sabemos, preguntamos: ¿Se le conoce, en verdad, a Ferrer? ¿Se le ha llegado a co­nocer? No por todos los que admiran su obra. Obra, cada día que pasa, más admirable, más honrosa y más nece­saria.

Para conocer y estimar en su justo valor a Ferrer Guardia hay que saber bien hasta dónde llegaba y alcan­zaba el imperio religioso en España, su rancio abolengo, su espíritu inquisidor, su fuerza, a fines del siglo XIX, que hacía de él el más tiránico de los cleros romanos. Habría que conocer también las corrientes pedagógicas, filosóficas, sociales y políticas manifestadas en España y en el extranjero, particularmente en Fran­cia e Inglaterra. Habría que examinar, asimismo, el papel que en esa época jugaba la masonería, y cuáles eran los lazos  que  unían  a Ferrer con  esta organización.

 

Su origen 

Sabemos que Ferrer es el penúltimo de los once hijos de una familia, no capitalista, pero sí acomodada. Pre­coz y rápido en el juicio, con ocasión de la capitula­ción en Sedán del ejército francés frente al alemán -5 de septiembre de 1870-, como oyera decir a su tío Antonio: “Francia de rodillas” -dicho de forma que con esta nación se veía de rodillas al ideal republicano, caro al tío-, el niño de nueve años escasos, que era Ferrer, concluyó: “Yo también estoy del lado de los fran­ceses”.

¿Fue dicho esto para reconfortar al tío Tonio -que sufría ante la situación creada-, o lo fue por obra del subconsciente inclinando hacia las causas justas y esperanzadoras por las que lucharía toda su vida?

Vete a saber. Se sabe solamente que su tío le respon­dió: “Tú serás el más inteligente de la familia” y que, 40 años más tarde, cuando lo condenaron a muerte, el fiscal tuvo en cuenta y mencionó esta frase del niño cual un delito más.

A partir de la conversación con el tío sobre la guerra franco-alemana, todos los pasos, todas las palabras y todas las acciones del Ferrer niño y del Ferrer hombre han confirmado la predicción de su tío como si aquellas palabras ya hubiesen presidido y marcado el trayecto de su vida. Parece como si para su fuero interno el pe­queño Ferrer se hubiese hecho la promesa formal de no desmentir el juicio honroso y halagador que acababa de oír.

En todos los lugares donde se proponía participar fue, por lo menos, de los más despiertos.

Fino observador, ente en perpetua formación, contribuía en él a fortalecer y enriquecer su cerebro. Fre­cuentando la escuela de Alella, su pueblo, como era tradición que los más estudiosos y astutos eran reclutados para hacer de monaguillos y ayudaran a celebrar misa, Ferrer lo fue, el cual pronto declaró a sus íntimos que “le fastidiaba tanto rito religioso”, fastidio que influyera en su futuro ateísta. También influyó en él el castigo que le dieran en la escuela, castigo inmerecido, contra el que, habiendo de recibir 30 golpes de vara, en el vigésimo se sublevó y trató de bruto al maestro, confir­mándole, a requerimiento de éste, que si dispusiese de pistolas como de ojos lo hubiera muerto.

En la casa, sus padres le dan una educación rigurosa, como sucede en la mayor parte de los hogares donde reina un ambiente religioso.

Su inclinación racionalista y científica, experimental, es innata en él. No se conforma con oír, quiere deducir tras experiencia directa. Así se abre y examina todas las ideas porque todas quiere conocer antes de rechazarlas o enjuiciarlas. Las primeras nociones políticas se las ofrece su tío, ideas de simpatía hacia Francia por el re­publicanismo, los enciclopedistas y el universalismo que ha alcanzado este país.

 

Sus escuelas y maestros

 

De la de Alella pasa a la escuela de Teia, que la fre­cuenta dos años, en donde encuentra un maestro algo liberal y en dónde empieza a obtener nociones rudimenta­rias del idioma francés. Su ilusión está compartida en­tre los estudios en la escuela y las conversaciones sus­tanciosas que gasta con su tío. Este lo mismo le habla del general Prim “republicano como el que más, y hom­bre de valor” como de la casa de Borbón que instiga su asesinato.

Llegado a la pubertad, su sed de saber no se apaga nunca. Devora los libros de todas clases cual si fueran bizcochos. Libros de política, de economía, de sociología… Bien quisiera leer a Stirner, Karl Marx, Kropotkin y Bakunin, que conoce de nombre, pero no es fácil procurarse los libros. Encuentra, por fin, escritos de Jean Grave y de Elíseo Reclús, sobre los cuales funda­mentará su orientación.

Más tarde, no habrá viaje que efectúe que no apro­veche para visitar e informarse sobre las escuelas de ca­da país y sobre los métodos de enseñanza. Conoce a Guglielmo Ferrero, que lo introduce en las esferas pedagó­gicas lombardas. Habla en Milán y en Turín, donde ha­ce causa común con los militantes del anarquismo inter­nacional, en cuyas conversaciones interviene siempre con el pensamiento fijo en que hay que hacer mucho más que lo que pueda ocasionar la dinamita, muy en boga entonces.

A los veintitrés años, desde luego, Ferrer no busca más que acción, no una acción destructiva, pero si re­sueltamente revolucionaria y conspirativa. En contacto con Ruiz Zorrilla -que será su compañero insepara­ble durante muchos años y para muchas de sus accio­nes- es posible que, tal como algunos han dicho, am­bos influyeran en los sucesos registrados a fines de si­glo en España, principalmente en los de Badajoz y Seo de Urgel.

Aquí, Sol Ferrer, su hija, admite en “Le véritable Francisco Perrer”, que su padre quizá ya estuviese ten­tado por adherirse a la Federación Española de los Trabajadores (Primera Internacional), que contaba enton­ces con 600 secciones y más de 70.000 afiliados, pero nunca se adhirió. Prefirió siempre hacer el franco-tirador, vivir y obrar con la más absoluta independencia, todo y secundando u orientando a los pueblos.

Sus autores preferidos son Emilio Zola -en cuyos es­critos encontraba mucha ciencia- y Víctor Hugo, que encarnaba para él el internacionalismo pacífico. Estos le incitaban a leer y estudiar las teorías positivistas de Augusto Comte y Descartes. En materia filosófica es­tudia a Kant y Hegel. Pero lo que más le atrae es la so­ciología y la biología. “No estoy para la metafísica”, di­ce. Así examina a Darwin, Spencer y Kropotkin. De Ba­kunin dirá que lo encuentra excesivo y de Karl Marx que es demasiado fuerte. En París conoce a Malato -al cual, cuando lo condenan a muerte, lo designa como ejecutor testamentario de sus bienes-, a Jean Grave, Jacques Prolo, Jean Jaurés, Geoffroy, Mirbeau y Anatole France. Con Lombroso mantiene correspondencia asidua.

El contacto con los medios avanzados de París dura 18 meses. De la capital se va impregnado de las ideas de Proudhon y Fourrier, de Godwin y de la mayor par­te de los teóricos del anarquismo y del socialismo desde Bakunin, Tolstoy y Tuckner, hasta Marx y Engels. En adelante, el lenguaje y el pensamiento de Ferrer no podrán desprenderse ya de las lecciones que todos éstos le dieron.

Del marxismo no retendrá gran cosa. No porque lo rechace de cabo a rabo, sino porque la naturaleza y la formación de Ferrer exigen más humanismo y más sentimiento en las ideas. Para Ferrer, el precio cuenta tan­to como el resultado de una conducta.

Teórica y socialmente, Malato es su alter ego. Políti­camente y, sobre todo, en las conspiraciones y movimien­tos que se traman en España Ruiz Zorrilla es “su Cero” inseparable. Entre las amistades de las que guardará es­pecial recuerdo, y mantendrá relación ininterrumpida, figuran también Maeterlinck en Bélgica, Heaford y B. Shaw en Inglaterra.

Sus más entrañables amigos en Francia lo fueron también Painlevé, Laisant, Naquet y Paul Adam, que le serán fieles hasta la muerte.

No se crea que Ferrer vivía bajo la influencia, de cier­to modo coercitiva, de sus amistades, muy al contrario. A pesar de todas estas relaciones de valía, Francisco Fe­rrer se había creado la suficiente personalidad para com­portarse ante todos, y en todos sus actos, con entera independencia. Si alguna vez ha parecido que Zorrilla y Malato ejercían influencia en él, no era aprovechando un carácter débil ni una debilidad o sentimentalismo cualquiera, sino cierta comunión entre las teorías y el pensamiento de Ferrer y Malato, y la necesidad de li­beración española que Zorrilla y él compartían.

Entre los españoles con los que mantenía gran afec­ción y se relacionaba cuentan Pío Baroja, Pérez Galdós y Odón de Buen, a quien le faltó ánimo para confirmar­le la amistad en los momentos de peligro, año 1909. Para su Escuela Moderna obtuvo el concurso del profe­sor Martínez Vargas, de la Academia de Medicina, de Rodríguez Méndez y del ilustre histólogo Ramón y Cajal, premio Nobel. Para todos sus trabajos, penas y sa­crificios, contará con Anselmo Lorenzo y Nakens.

Gracias a todos estos concursos, pero, sobre todo, porque Francisco Ferrer lo llevaba en el alma, el día 8 de octubre de 1901, la Escuela Moderna, por primera, vez abre sus puertas a treinta alumnos.

Desde entonces, ¡cuánto camino recorrido! Hoy es raro en centro pedagógico que no tenga en cuenta y practique, aun ignorándolo, parte de la pedagogía de Ferrer.

Una amistad especialísima hemos dejado para hacerle la mención que merece. Esta es la de Alejandro Lerroux, al cual se unió, si no con afinidad descarada, sí con cierto atractivo y persistencia. Mas, por el papel ju­gado y la actitud adoptada, tanto en vida como des­pués de muerto, no seremos injustos si decimos que Lerroux fue el Judas, el traidor principal; uno de los más culpables de su muerte. ¿Por qué y a quién obedecía Alejandro Lerroux para hacer lo que hizo? Todavía no se ha dicho.

Una vez fusilado, octubre de 1909, los hombres de le­tras, de la política y de las ciencias, se indignarán con­tra el “Borbón asesino”.

Entre ellas se cuentan, además de los ya nombrados, al doctor Haeckel, Víctor Meric, Severine, Pressencé, Sebastián Faure, Ivetot, Kunningham Graham, etc. En París aparecerán pasquines pidiendo “la vida de Alfon­so XIII por la de Ferrer Guardia”.

 

Su orientación política

 

Ferrer se inclinó un tiempo hacia la política, hacia lo social, pero no se le conoce adhesión alguna a nin­gún partido político o sindical. Estaba afiliado única­mente a las logias masónicas.

 

Nunca aceptó la violencia como medio adecuado para liberar a la humanidad. Ni se lo permitía su humanis­mo ni la eficacia que tiene en fin de cuentas la violencia. La bomba de Pallás y la arrojada en el Liceo de Barcelona, le causan tanto horror, lo consideró tan ne­fasto, que le hacen decir: “La sangre no provoca más que sangre”.

Su aversión contra la violencia se afincó ante el es­pectáculo que ofrecía el mundo. Francia, por ejemplo, vivía días de terror: bombas en Lyon y en Clermont-Ferrand, en Villefranche de Rouergue y en Dijón, en Vierta, y en Burges. En Roma, Lucques, Amsterdam y Londres también.

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Ferrer y con él muchos otros, veían en esas explosio­nes el aborto de todo un amanecer risueño para la hu­manidad idealista y sensata. Mucho se ha discutido so­bre el particular y, entonces como hoy, todavía no se sabe si no hubo concierto de poderes para que aquello tuviera lugar. Lo que sí está demostrado es que algu­nos actos eran obra de exaltados y otros eran realiza­dos por provocadores a sueldo.

Nunca se sabrá quizá si decir “Benditas sean las bom­bas” y escribirlas en los periódicos es obra de la impru­dencia, de la torpeza o de la provocación. No obstante puede serlo de cada una.

Después de todo ese rosario de perturbaciones y de sangre es cuando Francisco Ferrer se aleja de todo lo que en aquella época se apellida, torcidamente, “acción directa”, y se despierta en él la pasión por la educación, pasión que ya no dejará.

Sobre este aspecto, cuando le preguntan a qué edad ha de empezar la educación del niño, contesta: “En el nacimiento de su abuelo”.

Tiene tanta confianza en lo humano del hombre y en la virtud que puede arreciar la educación, que no vacila en encargarse y afrontar hasta las personas que, a fuer de pasión, pierden casi la razón.

En Mateo Morral vio siempre un hombre a educar; “es un rebelde”, un “desechado” que sufre, decía. Y se dedicará a provocar en él un renacimiento, una confian­za en sí mismo, un equilibrio moral… que no consegui­rá. Cuando Morral lanzó contra la carroza real la bom­ba de la calle Mayor, lo hizo por odio al rey. Pocos días antes, por un disgusto de amor, habló de su maes­tro Ferrer no con menos odio. Este, al saberlo, temió incluso por su propia vida y tomó sus precauciones aun­que con la resolución fatalista de que “se muere cuando es la hora”.

Llega a repugnarle la violencia hasta tal punto que escribe: “Vivir en paz con amor y fraternalmente sin distinción de clases ni razas, tal es la gran tarea de la humanidad..

Como se ve, niega incluso la lucha de clases.

En otro lado escribe: “No violentemos a nadie. Pode­mos perder todo, pero también ganar un imperio moral: el imperio de la razón. Es lo único que imparta”.

Y, con todo este bagaje de idealista y de pedagogo, de hombre pacifista y de hombre pacífico, llegó la “sema­na sangrienta” de 1909.

Dichos disturbios, justificadísimos, por cierto, sirvie­ron maravillosamente al clero para vengarse éste del hombre que intentaba apartar de las iglesias a la humanidad. Aunque lo hiciese por medio de la educación y haciendo luz en los cerebros. O precisamente por eso.

El clero no le perdonaba su actividad: la creación de la Escuela Moderna. Tampoco le perdonaba su actividad en  las  logias   masónicas,   la   cual  debía  ser  grande   a juzgar por el grado a que llegó.

El cardenal Casañas fue quien lanzó el grito de “a por él, a por las escuelas y a por todos los anarquistas”. Sin mencionar nombres, los esbirros de la autoridad -policía y somatenista-, comprendieron que su obispo les señalaba a Francisco Ferrer Guardia.

De su pertenencia a la masonería sólo sabemos lo que relata su hija. Esta dice que presentado por su amo Pablo Osorio a la logia “Verdad”, 1884, fundadora de una escuela laica en San Feliú, años más tarde entra en la de los “Verdaderos Expertos”. Pronto alcanza, con­tinúa su hija, el grado 29. El Gran Oriente de Fran­cia lo agasaja con especial atención y cuando muere, Perrer se encontraba en el 33 grado masónico.

Más fuera de esto, con su prédica y su acción en to­das partes amonestaba sin cesar a la violencia y a los métodos violentos. Creía en el hombre y en el papel de una buena educación para que no concibiera útil ni moral ningún acto agresivo, ningún acto de gobierno como él calificaba a toda acción, no solamente violenta sino impositiva.

 

Los sucesos

 

Ferrer, desde muy niño, odió al castillo de Móntjuich. Cuando ante sus huéspedes calificaba su estancia en Mas Germinal como buena y dichosa, sobre todo porque le permitía trabajar, no olvidaba de remarcar un pero… Se refería al innoble castillo, que habría hecho un es­fuerzo mayor para sacarlo de la faz de la tierra. ¿Intui­ción o reflejo?

Los sucesos a partir del 26 de julio son sangrientos. Los incendios son numerosos y en Mongat, donde se en­cuentra, al invitarle a mirar hacia Barcelona que al cielo alumbraba, Ferrer contestó negativamente por lo mucho que le apenaba semejante espectáculo. “El mun­do actual está loco, dice, y es muy malo. Lo mismo los gobiernos, que por injustos provocan tales reacciones de los pueblos, que los pueblos cometiendo estas iniqui­dades”.

En efecto, el espectáculo es horroroso. Las noticias to­davía más. En Marruecos la guerra diezma a los solda­dos. La imbecilidad peligrosa de las castas gobernantes españolas han permitido que Barcelona se subleve fu­riosa y dignamente contra la masacre de África, Los soldados prefieren enfrentarse con la Guardia Civil, que saben lo que es, que con los moros, a quienes no cono­cen. El 28 de julio, en Marruecos, los españoles sufren 1.000 muertos, entre ellos el general Pintos, un coro­nel y varios tenientes coroneles. El hipódromo está lle­no de cadáveres. El general Marina pide a Madrid 75.000 hombres de refuerzo. En Hendaya hay 3.000 desertores; Perpiñán está repleto de gente llegada de España. Los corresponsales de prensa relatan que debido a la suble­vación, en Montjuich han sido fusiladas ya 250 perso­nas. Según Cunningham Graham la guerra de Ma­rruecos no interesa más que a la Corte, al Clero y a la alta Banca. El 12 de septiembre estalla el caso Ferrer. Detenido, en Montjuich los piquetes de ejecución continúan. El gobierno deporta a Alcañiz, y después a Te­ruel, a 13 sindicalistas, entre ellos Anselmo Lorenzo.

Anatole France escribe: “Si Ferrer es condenado, sólo lo será porque el clero no le perdonará nunca el haber instruido a la juventud. Este es su único crimen”.

El 1 de octubre, en un ataque al Gurugú, muere el general Díaz Vicario. Los piquetes continúan fusilando gente en Montjuich.

El 2 se habla de que el fiscal pronunciará contra Ferrer cuatro penas de muerte.

Una de las piezas más graves de la acusación era un escrito en el que se hablaba de “las cabezas de la fami­lia real”. Según él, sólo Lerroux lo poseía y no era más que un borrador.

El proceso fue un gran escándalo; la sentencia, una injusticia; la ejecución un horrible crimen.

Protestando de ello se hicieron mítines en casi todas las naciones: en Italia, Bélgica, Portugal, Austria, Ale­mania, Bulgaria, Francia, Argentina, Inglaterra, Uru­guay, etc.

El 20 de octubre, 57 poblaciones de Francia bautizaron una de sus calles con el nombre de Ferrer.

Vandervelde, en el parlamento belga, dijo: “Somos uná­nimes para declarar aquí que el gobierno español es un gobierno de asesinos”.

Tras él, el diputado Destré agregó: “Tenemos el dere­cho de escupirle al monstruo que es Alfonso XIII todo nuestro desprecio”.

Ferrer, como. Galileo, muere al servicio de la ciencia, enemiga eterna de todo lo religioso.

Mientras esto ocurre fuera, en Montjuich se ha pre­sentado una humilde mujer, anciana y dolorida, requi­riendo de las autoridades que la dejaran ver a Francis­co Ferrer. Le dicen que no. ¿Tampoco muerto puedo verlo? ¡Espere!, le dicen. Pasa un rato largo. La an­ciana, transida de dolor, pero con una dignidad incalculable, espera. Espera verlo muerto, ya que no lo vio vivo. Por fin aparecen los mantenedores del orden y le dicen que no lo puede ver. Insiste. No la permiten verlo. Esta anciana era la madre de Ferrer.

¡Mater dolorosa!

 

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