Orillando el río, que atraviesa toda la ciudad, amplios bulevares prolongan la línea del arbolado, cuyas hojas, ya entradas en tiempo otoñal, van amarilleando. Tiene el Ródano un color plomizo y su corriente desciende acelerada. A la derecha, la achatada colina de la Croix-Rousse domina la capital. Calles empinadas, partiendo de la vera del río, dan acceso a ese barrio popular. Del centro de la villa un servicio regalar de trolebuses enlaza la población de la colina con la capital. Mas, ir montando lentamente por una de esas calles estrechas, de un aire vetusto, ofrece la sensación de un deambular sentimental. Diríase que uno vive fuera de época, que se ha retrocedido, en el tiempo, más de un siglo, visto el aspecto de la calle, cerrada a ambos lados por altos y castrosos muros, tras de los cuales se sabe lo que hay: posiblemente algunos de esos huertos raquíticos que vemos encajonados en el casco ano de las ciudades. He  subido  a   la  Croix-Rousse   en   una   tarde   de  sol otoñal. Cuando  se  ha   montado   la   cuesta,   son  gratos unos momentos  de  descanso,  contemplando,  desde   arriba, el panorama de Lyon, al pie de la colina. Destaca, acá y acullá el contraste de la nueva edificación: altas mansiones de una prosaica frialdad de fábrica o cuartel, cerca de los vetustos edificios que han desafiado el paso de los siglos.  Junto al Ródano que, desde lo alto, semeja una ancha cinta de acero bruñido, la mole del hospital, en donde Rabelais, allá en el siglo XV, ejerció sus artes de médico. Más distante, la gótica silueta de  la  Catedral,  algo más  lejos,  la   afiligranada  y esbelta cúpula   de  San   Nazario,   y   el   bello   Palais   de Saint-Pierre del más puro Renacimiento italiano;  luego el barrio de San Juan, herencia  de un remoto pasado de siglos.  Largas  y  rectilíneas  avenidas,   bordeadas   de árboles ofrecen  una nota agradable en  el  conjunto  de urbanización lionesa que se divisa. Lejana, de un color cenizoso, destaca la cordillera de los Alpes. Mas, ya se ha descansado un poco; ya la mirada ha podido saturarse de imagines concretas, y ha podido, también, perderse en la lejanía. Se trata ahora de deambular un tanto por ese industrioso barrio de la Croix-Rousse, gracias y particularmente al cual, el nombre de Lyon, la ciudad dos veces milenaria, ha tomado ascendiente en todo el mundo. Está en la dilatada colina, que constituye uno de los barrios de Lyon, la casi totalidad de la industria de la seda. Ya desde siglos atrás, del lejano Oriente, cruzando el mar de la China, el producto de los gusanos de seda, los capullos de delicados colores, puestos en cajas o en fardos, y habiendo sido desembarcados en Marsella, remontando el Ródano en lentas embarcaciones fluviales, llegaban a la ciudad. Y el producto de los gusanos de seda, tejido fibra a fibra, se transformaba en magníficas, en suntuosas telas de incomparable belleza. Y así años y más años hasta nuestros días. Como en todo, el progreso, en la industria de sedería, se ha dejado sentir. La mecánica ha
modernizado incluso aquellos telares que Jacquard puso en marcha, levantando, al principio, la indignación de las masas obreras, que veían en el nuevo invento un motivo de desocupación. Hoy descuellan en las calles del barrio edificios fabriles de factura moderna, dotados de maquinarla de la más perfecta, mediante la cual, la producción se efectúa con cronometrada intensidad. Mas, quedan aun bastantes a modo de obradores, ya que no pueden llamarse fábricas esos pequeños zaguanes o entradas de casas en donde trabajan uno o dos telares. Guardan la pátina del siglo pasado. Me he adentrado por esas calles y callejuelas, en las que rompe el silencio el rítmico acorde de los antiguos telares, cuyas lanzaderas producen un incesante !ca-trás! ¡ca-trás! ¡ca-trás! ¡ca-trás!. Unidos los hilos en el telar, se va elaborando la pieza de seda. De ellas hay una prodigiosa variedad de colores; toda   una gama de finos matices, que van desde el vistoso rojo escarlata hasta el blanco plateado, de una tal delicadeza que diríase ha de empañarse tan sólo con el aliento. Vagando por el apiñado conjunto de calles y plazuelas he pasado por una de las estrechas y cortas. Debe ser de las más antiguas de la Croix-Rousse, por el aspecto avejentado y negruzco de los muros y de las pocas casas que en ella se encuentran .De un reducido obrador sale un asmático ruido de lanzaderas, que denota se elabora la seda de un modo harto elemental. Me he asomado a la minúscula fábrica de tejidos. Todo es viejo, anticuado. Incluso los artesanos: un anciano y una anciana cargados de años, seguramente un matrimonio, cuidan los añosos telares de madera, de apolillada y negruzca armazón. Hay dos telares, y parece imposible que, de aquellos armatostes, consumidos por el tiempo, puedan salir las bellas telas, de un precioso azul celeste, que estaban elaborándose. Al contemplar el ir y venir cansino de los ancianos; al notar el aspecto decrépito del obrador, la imaginación tiende a evocar un pasado de miseria extremada, de penalidades, y de insurgencia… El viejo y la vieja son hijos de tejedores que sufrieron, al pie de los telares, duras jornadas de labor. De aquellos tejedores lioneses que vivieron inolvidables momentos de insurrección proletaria. Aquella rebelión que, en la historia social, ha quedado con trazo indeleble: la insurrección de los tejedores lioneses, los “canuts”, en el año 1831. Insurrección de proporciones arrolladoras; mediante la cual, derrotando a las fuerzas del ejército y del orden público los obreros se adueñaron por completo de la capital. Pero, diferentemente a insurrecciones, a hechos de convulsión revolucionaria, habidos también entre los tejedores de algunas ciudades industriales de Inglaterra y Alemania, en que predominaba la desesperación, el furor demoledor ante la miseria sufrida y el cinismo de los explotadores, en la insurrección de Lyon de 1831, se perfila un cierto sentido de idealidad, con miras a un porvenir mejor. Puede decirse que ella marca una etapa en las luchas de auténtica emancipación proletaria. Para tener una idea de lo que debió ser el trabajo agotador de los tejedores, a principios del siglo pasado, y el estado de ánimo que en ellos determinó desesperadas acciones de violencia colectiva, puede fijarse la atención en una obra de teatro que hace referencia a ello. Uno de los

más representativos dramaturgos de Alemania, Gerhart Hauptmann, escribió el drama “Los Tejedores de Silesia”. Dícese que jamás, hasta el estreno de esta obra, se había puesto en escena en Alemania un hecho de imponente insurrección obrera. Jamás la explotación capitalista se había presentado en el país de una manera tan realista como lo hizo Hauptmann. Plasma la gesta vibrante de los obreros, hartos de padecer, cansados de sufrir hambre y cansancio junto a los telares. A esta obra se le agregó el poema de Enrique Heine: “Los Tejedores”. He aquí una versión del alemán al castellano:
Nada  de  lágrimas  en  sus  ojos  sombríos;
Junto  a  los  telares,  rechinan  los  dientes:
“Vieja   Alemania,   nosotros   tejemos   tu   sudario;
Tejemos   la   triple   maldición…
¡Tejemos!   ¡Tejemos! “¡Maldito   sea   el   dios,   ciego   y   sordo,   a   quien   hemos  rogado En los fríos del invierno, y en las angustias del hambre!  ¡Eh   vano   hemos   esperado,   teniendo   fe   en   él!  Nos   ha   engañado,   ridiculizado,   burlado…  ¡Tejemos!   ¡Tejemos! «¡Maldito   sea   el   rey,   el   rey   de   los  ricos, A  quien  nuestra  miseria  no  ha  logrado  enternecer! Que  nos  ha  arrancado  hasta  el  último  céntimo, Y  nos  hace  fusilar  como  a  perros… ¡Tejemos!   ¡Tejemos!
“¡Maldita   sea   la   patria   embustera,
Donde   no   prospera   más    que   la    desvergüenza   y   la infamia!
Donde  toda   flor  pronto   es   tronchada,
Donde  el  fango  y  la  podredumbre  mantienen  la  infección
¡ Tejemos!    ¡Tejemos!
“La  lanzadera  vuela,  el  telar  cruje.
Nosotros   tejemos,   asiduamente,   día   y   noche…
Vieja   Alemania,   nosotros   tejemos   tu   sudario,
Nosotros   tejemos   la   triple   maldición.
¡Tejemos!    ¡Tejemos!”.
La insurrección de los tejedores lioneses, en 1831, abre una definida etapa en la ruta de las luchas de emancipación social. Abre cauce a la solidaridad obrera desprovista de toda coyunda de tipo político o religioso Escuchando los relatos de trabajadores ya ancianos, relatos que recibieron de
sus padres; ojeando amarillentos documentos guardados en archivos o leyendo esos libros de historia social que, con criterio imparcial, glosan la etapa insurgente de 1831, como, por ejemplo: “Histoire du Socialisme en Erance”, de Paul Louis, o ”C’est nous les Canuts”, de Fernand Rude, se alcanza a tener una idea clara de lo que fueron aquellos acontecimientos que, en el historial de las conmociones proletarias, ocupan destacado lugar.
Ya por los años que precedieron al levantamiento de los tejedores de seda de la Croix-Rousse, estaban prohibidas las asociaciones obreras. Tan sólo algunas mutualidades de carácter profesional, podían desenvolverse. Y aun éstas estaban estrechamente vigiladas y controladas. No obstante, clandestinamente, funcionaba alguna asociación con miras de carácter reivindicador en lo económico, y un sentido moral relevante. Michelet dijo que, en parte alguna más que en Lyon, hubo soñadores utopistas. Y que en ningún lugar más que en la antigua Lugdunum hubo tanta inquietud en pos de soluciones nuevas al problema de los destinos humanos. Se dice que fue precisamente en Lyon donde tomaron inspiración para elaborar sus concepciones sociales Lange y Fourier, entre los primeros socialistas, en el sentido amplio que en el siglo pasado se tenía al concepto socialista.
Por los años 1825 a 1826 fue creado, en Lyon, el Devoir Mutuel, asociación obrera clandestina de los tejedores de seda. Uno de sus animadores, el encargado de taller Pierre Charnier, llevó a efecto, por todos los medios a su alcance, una intensa acción proselitista en favor de la asociación de productores. Alegaba estar “inflamado de venganza contra el infame abuso que se hace de la inercia de la clase obrera”. Decía a los trabajadores: “Reunámonos e instruyámonos. Aprendamos que nuestros intereses y nuestro honor nos aconsejan la unión”. “En la asociación podremos obtener todo el consuelo a nuestros males. Cuando estemos compenetrados de nuestra dignidad de hombres, los otros habitantes de nuestra ciudad, a quienes ofrecemos, desde largo tiempo, la gloria y la riqueza, cesarán de emplear la palabra “canut” en sentido de injuria o de burla”. Como bien puede deducirse, había ya en aquél entonces opiniones sensatas que iban más allá de la consabida “lucha de clases”, o sea, de los problemas puramente económicos, aunque se partiera de necesidades de orden material, como lo era el estado de miseria entre los obreros. Eran opiniones que encuadraban perfectamente por su contenido ético, con las concepciones de los libertarios en nuestros días.
Trabajaban los tejedores de la sedería lionesa 18 horas diarias. Empezaban la jornada a las cinco de la mañana y hasta las once de la noche, o más tarde aún seguían trabajando. En un documento elevado al prefecto de la región denuncian: “Toute la turpitude d’un grand nombre de négociants sans pudeur, pour la fortune desquels nous devançons 1’aurore et prolongeons bien avant dans la nuit un travail dont ils ne rougissents pas de diminuer journellement le salaire”.
Denunciaban el impudor de quienes, para ir acumulando fortuna, les hacían trabajar jornadas extenuantes, y aún procuraban lo indecible para ir menguándoles el salario…
El malestar de los trabajadores en general cundía por doquier. Más o menos velada, ‘preponderaba la agitación contra un estado de cosas agobiante. Unos meses antes de producirse los acontecimientos, tuvieron lugar en Lyon diversas reuniones de los saint-simonianos, reuniones que eran muy concurridas por los obreros. En ellas hablaron elementos significados, como Laurent de I’Ardéche, Fierre Leroux y el lionés Jean Reynaud. Aunque los puntos de mira expuestos en tales reuniones no fueran de carácter violento, tendían a elevar la espiritualidad de los oyentes. Se propagaban conceptos con miras a desvelar un sentido de dignidad humana.
Ya desde mediados del 1831, por parte de los tejedores, se habían presentado a los patronos del gremio de las sedas lo que llamaban “tarifa de precios”, mediante la cual se pretendía poner contención a la disminución de salarios efectuada por los patronos, disminución que justificaban por la supuesta crisis de pedidos, ocasionada por la competencia que hacían a la de Lyon la industria sedera de otras localidades extranjeras. En suma: pedían los obreros unas ínfimas mejoras para paliar la miseria en que se desenvolvían, tras de extenuantes horas de labor. Al parecer, los patronos consintieron en atender algo de lo que deseaban los trabajadores, cosa que así lo hicieron saber al prefecto de Lyon. Cundía, con este motivo, como un raudal de esperanzas entre los productores de la Croix-Rousse. Mas, unos cuantos patronos, de entre los más intransigentes y de más capital, consiguieron convencer al conjunto de sus colegas de que era menester volver atrás lo prometido, y no conceder nada de lo dicho.
La poetisa Marceline Desbordes Valmore, de una exquisita sensibilidad, uno de los auténticos valores de la Poesía francesa, se hallaba entonces en Lyon. En cartas a sus amigos, contó el efecto que le habían producido los acontecimientos. Decía en una de las aludidas misivas: “Se les rehúsa a los obreros su tarifa. Se burlan de ellos. Un fabricante cometió la estupidez de encañonar con el revólver a uno de los que reclamaban, diciéndole; “¡He aquí nuestra tarifa!”. Por todo ello, el fuego ha prendido en la cabeza y el corazón de esta formidable clase obrera lionesa”.
La atmósfera se cargaba ante la obstinación de algunos patronos, empecinados en su desorbitado egoísmo. Ya, con miras a una eventual acción insurgente, al parecer,   buen   número   de   trabajadores   hacían   provisión de pólvora  comprando pequeñas porciones  en  los  establecimientos  dedicados  a   la  venta   de  objetos  para  la caza.   Obtenían   también   pólvora   por   conducto   de   los obreros ocupados en las  canteras de los alrededores  de Lyon.
Fue en las jornadas del 21 y 22 de noviembre de 1831 que el proletariado lionés se insurreccionó, adueñándose de la ciudad. El motivo que originó la convulsión fue el haber bajado a Lyon
algunos grupos de’ los obreros sederos de la Croix-Rousse. Intentaron organizar una manifestación. Las fuerzas de gendarmería trataron de oponerse, se promovió altercado, hubo tiroteo y, como consecuencia de ello, dos obreros cayeron muertos.
Fueron llevados por sus compañeros a la Croix-Rousse. Y la indignación, como un reguero de pólvora, cundió por todas las barriadas obreras de la capital.
Con impulso arrollador, cayeron sobre el centro de Lyon más de treinta mil obreros de la Croix-Rousse, tras haber desarmado a los gendarmes, policías y soldados que había en dicha barriada. Llevaban también, haciéndolas ondear al viento, banderas negras con la inscripción: “Vivir trabajando o morir combatiendo”. A los de la Croix-Rousse se sumaron otros miles de trabajadores de la capital. Las fuerzas militares, de guarnición en la plaza, trataron de hacer frente a la situación debatiéndose en la impotencia ante la formidable acometividad de los sublevados. Alguno de los cuarteles del ejército había sido asaltado, así como la totalidad de cuartelillos y retenes de la policía y fuerzas de seguridad. El tiroteo era intenso entre las fuerzas del ejército y los obreros armados. De una y de otra parte iban cayendo combatientes, cubiertos de sangre.
Las barriadas lionesas estaban ya en poder de los insurreccionados. En el Ayuntamiento se encontraban las autoridades locales. El ejército, actuando en el centro de la ciudad, en las calles y plazas contiguas al Ayuntamiento y la Prefectura, repelía la acometividad furiosa de las masas obreras, cuya presión se hacía por momentos más intensa. Los jefes de las tropas, temiendo un descalabro, convinieron en llevar a cabo una retirada ordenada. Y así lo hicieron, abandonando Lyon, que quedó en poder de los sublevados.
Compuesta por obreros sederos y otras corparaciones, artesanos, modestos comerciantes y algún elemento de la pequeña burguesía, se creó una Comisión, a modo de Comité de Salud Pública, que se posesionó del Ayuntamiento, tratando, desde allí, de orientar el sesgo de los acontecimientos. Lo primero que tuvieron en cuenta fue que nadie cometiera actos de robo, pillaje, o ensañamiento de violencia contra las personas. Anhelaban, por encima de todo, “guardar el orden”. Un documento que firma una Comisión de la Compañía de Obreros, indica: “Para el honor de todos los ciudadanos, se verán obligados a reunirse en destacamentos y acudir sin demora a los barrios de la ciudad de Lyon, para detener todo conato de pillaje e incendio destructor”. En otro documento se puntualiza de un modo terminante: “Todo robo y provocación directa al pillaje serán castigados con la pena de muerte”. Otro documento, fechado en el Ayuntamiento de Lyon, a 23 de noviembre de 1831, dice en uno de sus párrafos: “Todos los buenos ciudadanos sentirán la necesidad de unir sus esfuerzos a los nuestros, a fin de que nuestra noble causa no sea mancillada con ninguna mancha. Esperamos que, los obreros, sobre todo, vendrán a engrosar nuestras filas”. Y concluía diciendo: “Que nuestra divisa sea: Libertad, respeto a las personas y a las propiedades”.
Hubo profusión de avisos, llamamientos, bandos. Algunos reflejando la situación febril del momento, mas, en la mayoría, destacaba un tono de serenidad, de sensatez, digno de elogio. En un llamamiento, dirigido a los obreros y a los soldados, se decía: “El arco iris de la verdadera libertad brilla sobre nuestra ciudad”. Luego manifestaba: “Queremos que la representación de la ciudad y sus contornos recaiga sobre las corporaciones”. Se hablaba de crear una Magistratura de carácter popular. Se trataba también de elaborar un “Plan de Organización Social”. Se aludía a la necesidad de una nueva Guardia ciudadana y de una Guardia cívica. El poeta Alfonso de Lamartine, cuando ocurrieron los acontecimientos de Lyon, se hallaba en Macon, población no lejana de la citada. Era oficial de Dragones. Estaban observando el sesgo que tomaran los acontecimientos y se atenían a las orientaciones de París para ir a intentar reprimir la sublevación. Escribió Lámartine a un primo suyo: “Los vencedores han sido feroces en el combate y admirables en la victoria. Ni una aguja se ha tocado”. En otra carta manifestaba, con cierto deje de ironía: “La villa ha sido tomada por cuarenta mil obreros que, una vez victoriosos, se han portado como seminaristas… Teniendo en su poder 400 millones de escudos en las cajas de caudales, no solamente las respetaron sino que montaron la guardia a sus puertas, muriendo ellos mismos de hambre”. Parece ser que la insurrección lionesa, nimbada de un amplio sentido moral, le inspiró una de sus mejores “Harmonies”. La titulada “Révolutions”, de la cual son estos versos:
Marchez,  l’humanité  ne   vit  pas   d’une   idee!
Elle   éteint   chaqué   soir   celle   qui   la   guidée.
Elle  en  allume  une  autre  á  l’immortel  flambeau;
Comme   ces   morts   vétus   de   leur   parure   immonde,
Les   générations   emportent   de   ce   monde
Leurs   vétements   dans   le   tombeau…
El escritor Armand Carrel decía que el ejemplo de un pueblo hambriento y despreciado, que se hacía dueño de una ciudad como Lyon lo respetaba, significaba tal acontecimiento quizás el signo de más alta prueba de civilización y de moralidad que un pueblo haya alcanzado a llegar.
Importa destacar, como dijo un historiador, “la caballerosidad de los combatientes”. Refiere un testigo que un testigo que un obrero anciano hizo fuego, con una vieja escopeta, haciendo caer a un oficial de Dragones. El hombre se precipitó a auxiliar al herido, que, al poco, falleció. Algunos ciudadanos se disponían a repartirse cuanto llevaba el oficial consigo. El anciano se opuso a ello. Les dijo que no se luchaba para establecer el hurto. Recogió la cartera y el reloj del caído. En presencia de dos testigos, lo puso en manos seguras. Según pudo deducirse, por los informes
recogidos, se registraron bastantes hechos de esta naturaleza.
El historiador Guizot refiere que, aprovechándose del estado de confusión, originado por los acontecimientos, diversas fracciones políticas intentaban apoderarse del movimiento, en oposición a la voluntad obrera que, en gran parte, estaba en contra la injerencia de los políticos.
Fernand Rude, en su interesante libro “C’est nous les Canuts”, manifiesta que, a través de la documentación que se posee, puede colegirse que los obreros de Lyon se insurreccionaron, más que por el hambre, por ser conscientes de las injusticias que con ellos se cometían. Manifiesta también que la Junta Insurreccional no tuvo la audacia de barrer los antiguos órganos de poder, quiénes minaron la situación.
Se   hablaba   de   una   coexistencia   entre   autoridades “legítimas” y las fuerzas obreras como poder autónomo. Hubo una cierta fluctuación entre los partidarios de seguir adelante en la acción insurgente, y quiénes estimaban que, por parte de las autoridades, había una manifiesta buena fe, y el deseo de arreglar bien las cosas. Aprovechando vacilaciones e inexperiencias, determinados elementos políticos, confabulados con los capitalistas, iban creando una atmósfera de desconcierto y el retorno a la normalidad con la entrada de las fuerzas militares que habían abandonado la ciudad. El mariscal Soult exigía una rendición sin condiciones. Al parecer, por parte de las delegaciones obreras, aposentadas en el local del Ayuntamiento, se estaba dispuesto a evitar toda capitulación, emprendiendo de nuevo la lucha contra las tropas. Pero se llevó a efecto un compromiso a influencia de los más conservadores: Se aceptaba el desarme de los obreros. A cambio se les había prometido una amplia amnistía, y se les había hecho creer que, lo que pedían, la “tarifa”, les sería concedido… Y las fuerzas del ejército entraron en Lyon. Y todo volvió al cauce de antes. Se tramitaron numerosos procesos. Mas, eran tantos los encartados, la acción anónima de las masas tan evidente, que las sanciones resultaron menores de lo que cabía esperar.
Han pasado los años. Las fechas del 21 y el 22  noviembre representan el aniversario de 1a insurrección de los obreros de Lyon. Representan, en la historia universal del proletariado, una de las primeras manifestaciones contundentes en el anhelo de emancipación y dignificación humana. Para el capitalismo ello significó una seria advertencia: la necesidad de ir cediendo algo, para no perderlo todo… Cuantos, de un modo concienzudo, han abordado el estudio de las luchas de los oprimidos, a través de los tiempos, han recordado a aquellos obreros lioneses que, en jornadas memorables, tomaron como divisa: “Vivir trabajando o morir combatiendo”.
Y el colofón de estas líneas, en recuerdo de una relevante fase de la lucha social, me lo ha dado uno de esos viejos tejedores de seda que mantienen, pese a la psicosis general de estulta
indiferencia y embrutecimiento que caracteriza a nuestra época, un fermento de idealidad:
“Bastante falta aun para la emancipación del proletariado, para que deje de ser una clase con el advenimiento de un mundo social de igualdad económica, de justicia y de libertad. Mas, no puede negarse que, en el orden social, ha habido progresos. Para que así haya sido, contribuyeron, con su lucha y con su sangre, aquellos miles de trabajadores lioneses que, en 1831, se levantaron en memorable impulso insurreccional”.

Fontaura

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